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PRÓLOGO AL VOLUMEN SOBRE AMÉRICA LATINA Y EL CARIBE


En la esencia de todo proyecto modernizador está inscrita una consigna básica: cambiar para consolidar. No se trata de simular cambios para que no cambie nada; sino de reconocer que éstos no ocurren en el vacío. Son producto de un determinado itinerario social que abreva en los legados históricos de la humanidad. Los cambios cuando son profundos no responden a una voluntad individual si bien requieren de la suma de muchas voluntades individuales porque son el riguroso producto de un conjunto de experiencias y procesos que convergiendo en momento determinado marcan el parteaguas de una época.

Reconocer esos momentos signados por el espíritu del cambio es obligación del estado y de sus sociedades. La buena gobernabilidad obliga a marcar el ritmo del cambio. Impulsos precipitados, descoordinados, unilaterales y sin el suficiente consenso social pueden terminar bloqueando los propósitos modernizadores. En el otro extremo la excesiva prudencia termina por abortar los impulsos vitales que todo cambio convoca.

Es claro que cada sociedad nacional ha llegado a este punto de encuentro por caminos diferentes y en ocasiones divergentes. Lo cierto es que los cambios de los cuales hemos sido actores han sido asumidos como bendición o como fatalidad, conducidos por algunos e impuestos sobre muchos más. En estos cambios en la esfera del comercio, de las finanzas, de las comunicaciones, de la cultura y de la geopolítica ha habido ciertamente ganadores. Pero los muchos perdedores o que se perciben como potenciales perdedores tocan a todas las puertas incluso las más fortalecidas.

¿Cuáles son los cambios más importantes que ha experimentado el campo en América Latina durante la última década? Podemos mencionar cuatro:

Un primer cambio se refiere a la nueva institucionalidad para el desarrollo agrícola y rural, impulsada por los intereses privados, sociales, gubernamentales y no gubernamentales. Las nuevas instituciones facilitan la diversificación de la economía rural con un mayor equilibrio en el uso de recursos naturales y productivos para lograr un desarrollo rural sustentable.

Sin embargo, no tiene sentido promulgar la flexibilidad, la transparencia y la participación, sin reconocer la diversidad y el pluralismo económico y social. Lo importante es incorporar las numerosas formas de estrategias diferenciadas y a los actores sociales en un diálogo más amplio que tenga como resultado la inclusión. Tal como lo señalan de Janvry, Sadoulet y Fafchamps (1989), cuando la información disponible es imperfecta, es más importante y conveniente para el Estado fortalecer el poder de negociación de los menos favorecidos que intentar regular los contratos privados.[1]

Sin un fortalecimiento de esta capacidad de negociación -la cual no es de ninguna manera indiferente al desempeño económico- se puede prever que bajo nuevas condiciones de desregulación y flexibilidad en la organización de la producción, los agricultores y los pobres rurales -sin la solidez de una organización y participación democráticas- enfrentarán mayores desventajas como resultado de la apertura de las economías y de la influencia de los poderes locales. En otras palabras, es esencial que la compleja sociedad rural se vea reflejada en la estructura y prácticas de las instituciones rurales, de manera de incluir y calificar las demandas de los actores sociales, especialmente de aquellos que estuvieron excluidos de la primera fase de las reformas.

El segundo cambio se relaciona con la feminización de las economías rurales en la región. Las mujeres rurales han asumido el grueso de la carga y muchos de los costos sociales provocados por la globalización de la economía. Las grandes transformaciones económicas que han vivido América Latina y el Caribe en las últimas décadas han tenido un fuerte impacto en la vida tradicional del campo en la región y a las mujeres rurales ahora les han sido asignadas responsabilidades y actividades en la producción que, tradicionalmente, hacían los hombres. En sus hogares, las mujeres desarrollan múltiples y diversas estrategias cotidianas de subsistencia para alimentar a sus familias: presentan mayores niveles de incorporación a los empleos rurales no agrícolas que los hombres, cultivan los huertos familiares, son recolectoras y elaboran alimentos, migran a las ciudades enviando remesas a sus hogares y han ingresado aceleradamente al empleo asalariado. Sin embargo, esas formas de trabajo tienden a ser precarias, deficientemente remuneradas y ofrecen menos oportunidades de formación que los trabajos disponibles para los hombres.

En vista de la situación actual, es necesario que los programas y políticas de desarrollo agrícola y rural cambien para acompañar y facilitar este desarrollo. No es aceptable que todavía existan restricciones que actúan diferencialmente para hombres y mujeres, tales como la desigualdad en el acceso a los servicios públicos, a la asistencia técnica, a la tenencia de la tierra, al crédito y a los programas de formación de recursos humanos. Muchas veces, la contradicción es inmensa porque son los hombres los que reciben la tierra pero son las mujeres las que la trabajan.

El tercer cambio se refiere a la necesidad de nuevos instrumentos normativos y métodos de evaluación. Las distintas experiencias que se han observado en América Latina y el Caribe ponen en evidencia que ha habido un proceso de transformación en la forma que los gobiernos hacen llegar su ayuda hacia los más necesitados. En este proceso se ha mostrado que parte fundamental de un programa es el diseño de un esquema de seguimiento y evaluación de impacto, que permita orientar las acciones del día a día hacia el objetivo y conocer el efecto real de una intervención sobre la población objetivo, y en última instancia, su efecto a nivel de toda la sociedad. En el seguimiento a este proceso, es indispensable reconocer que todos los programas, políticas y proyectos enfrentan restricciones que abarcan no sólo dimensiones relacionadas con la adopción de tecnologías, sino con otras que están relacionadas con la capacidad organizativa e institucional, la comercialización y el crédito, el acceso a recursos, el manejo de los riesgos, etc. Además, se debe considerar que las restricciones afectan las diferentes etapas de cualquier proyecto, a nivel de diseño y a nivel de ejecución, por lo que este análisis debe realizarse de manera iterativa trascendiendo cualquier “compartimentalización” propuesta en su diseño.

El papel de las limitaciones y restricciones hace que su análisis esté en el centro mismo de los programas y proyectos de seguridad alimentaria. Se podría afirmar que todas las acciones desarrolladas por el proyecto, constituyen respuestas a restricciones explícitas o implícitas. También corresponde hacer notar que esta visión general del concepto lo convierte en una herramienta poderosa en la ejecución de los proyectos de desarrollo.[2]

La clave para mejorar el impacto del proyecto radica en incluir en el análisis de las restricciones desde su génesis, todos los agentes relevantes que comparten un “territorio” común: organismos gubernamentales a todos los niveles, organizaciones no gubernamentales, organizaciones de la sociedad civil, la empresa privada, organizaciones de base y redes de cooperación.

El diagnóstico de las restricciones y limitaciones debe permitir forjar consensos con respecto a los obstáculos a superar, así como en relación con el potencial del proyecto. Implica asimismo, la identificación de una línea de base para evaluar. Se deben considerar diagnósticos a nivel local para descubrir restricciones a nivel de producción, institucionales, la demanda y necesidades de servicios y bienes, las capacidades para comunicar esa demanda, y la oferta de bienes y servicios que se puede hacer desde el nivel local y a otras zonas. También se deben incorporar diagnósticos a niveles superiores, centrados principalmente en los arreglos institucionales relacionados con la provisión de bienes y servicios, tanto privados como públicos. Los insumos logrados en este nivel permiten (1) generar un “inventario” de la acción pública en relación con las familias rurales del proyecto y (2) identificar oportunidades para lograr una expansión del proyecto a otras zonas y favorecer el “escalamiento”.

Las estrategias así planteadas tienen la ventaja de separar las acciones específicas tendientes a ejecutar una acción (es decir, el cumplimiento de la estrategia) y los objetivos últimos que persigue el proyecto de desarrollo. En consecuencia, las estrategias pueden cambiar constantemente en el tiempo, pero las herramientas e indicadores para medir su impacto deben ser constantes durante toda la vida del proyecto.

El cuarto y último cambio se relaciona con el espacio rural y la dimensión territorial del desarrollo. En décadas recientes, quienes intentaron implementar lo estipulado en el “Consenso de Washington” (privatización, desregulación y estabilización económica), y representantes de la sociedad que se oponían a estas políticas y enfatizan los aspectos distributivos del desarrollo, parecen haberse aliado para trabajar en favor de políticas de descentralización, aunque por razones diferentes. Los organismos financieros acentúan la importancia de una gestión pública efectiva y eficiente. Muchas ONG subrayan la necesidad de acabar con el paternalismo, la corrupción y el clientelismo político, y ven en la descentralización un modo de alcanzar la democratización y una verdadera participación ciudadana. El eje principal de una política de descentralización es la redistribución de los poderes del Estado, lo que en un contexto democrático significa devolver el poder a los municipios, organizaciones de sociedad civil y asociaciones gremiales.

En el último tiempo, el proceso mismo de globalización ha incrementado la necesidad de promover medidas cuyos objetivos consisten en reducir la desigualdad socioeconómica entre las regiones y las ciudades. Actualmente, estas medidas se agrupan bajo el término políticas de desarrollo territorial o, simplemente, política territorial, y forman parte fundamental de una visión de desarrollo regional.

Las políticas regionales se enfocan a todos los sectores, desde los más ricos hasta los más pobres. El objetivo no es atraer inversiones a las regiones pobres mediante subsidios y otros beneficios para los inversionistas, sino asegurar que todas las regiones sean capaces de maximizar sus capacidades de desarrollo (desarrollo endógeno). Para alcanzar este objetivo, es crucial aprovechar al máximo las ventajas de una región, el potencial poder de arrastre de sus ciudades y el desarrollo de nuevos activos.

No se trata desde luego de suspender la asistencia y compensación a las regiones más pobres que reciben fondos de “equalización” financiera, sino de generar vínculos y enlaces funcionales entre las regiones que avanzan a un ritmo mayor y aquellas que presentan más problemas. Otro eje de esta visión del desarrollo regional es la necesidad de involucrar a todos los miembros de la comunidad en las decisiones principales, en lugar de restringirla a las autoridades locales. Este apoyo local es la mejor forma de garantizar que los problemas sean identificados de manera acertada, que las soluciones propuestas sean eficaces y factibles y que las prioridades se establezcan de manera correcta.

La competitividad nacional depende cada día más de las fortalezas y debilidades de las economías regionales y del modo en que interactúan los territorios subnacionales. Las posibilidades de sinergia se pueden identificar fácilmente, así como la gestión y las actividades se pueden planificar mejor en los niveles locales y regionales. Las interacciones entre economía, ambiente y sociedad, que determinan la posibilidad de un desarrollo sostenible, no son uniformes en el espacio.

Dos lecciones se nos imponen como evidencias para orientarnos en estos momentos de cambio. La primera es que la gente, el pueblo, los ciudadanos se opondrán a cualquier transformación que pretenda realizarse sin ellos o al margen de ellos. La segunda es que el cambio al que aspiran esos mismos pueblos busca bienestar pero también clama por identidad. Los ciudadanos del mundo también lo quieren ser de su localidad, pueblo, barrio, villorrio.

Santiago de Chile, febrero de 2004


Gustavo Gordillo de Anda
Subdirector General y Representante
Regional para América Latina y el Caribe


[1] de Janvry, A., Sadoulet, E. y Fafchamps, M. 1989. Agrarian structure, technological innovations and the State. En P. Bardhan, ed., The economic theory of agrarian institutions. Oxford, Clarendon Press.
[2] De la experiencia del Programa Especial para la Seguridad Alimentaria de la FAO en América Latina, surge un conjunto de actividades que siguen una secuencia ordenada y sirven de base para el análisis de las restricciones: revisión del material secundario y de experiencias anteriores, formulación de un plan de acción que favorezca la participación, análisis en varios niveles (local, regional, nacional); formulación de estrategia del proyecto; desarrollo de un marco de lógico e indicadores, y establecimiento de una sistema de evaluación y supervisión.

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