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RESUMEN EJECUTIVO

En los albores del siglo XXI todavía estamos muy lejos de conseguir algo que la humanidad no ha alcanzado en miles de años, un mundo sin hambre ni pobreza. No obstante, en los últimos 30 años nos hemos acercado a esta meta en gran parte del mundo en desarrollo. Las vidas de millones de personas se han transformado a un ritmo sin precedentes en la historia de la humanidad y en una medida que hubiera sido inimaginable hasta hace tan sólo una generación.

No obstante, no hay motivos para la autocomplacencia. Incluso hoy en día, cerca de 1 200 millones de personas -una quinta parte de la población mundial- siguen viviendo en unas condiciones de pobreza abyecta. Casi 800 millones de personas en los países en desarrollo padecen hambre crónica. Un derecho básico, el derecho a disponer de alimentos suficientes y nutritivos, algo que la mayoría damos por descontado, sigue siendo un sueño lejano para quienes luchan contra la escasez de alimentos cada día de sus vidas. La presencia de la pobreza y el hambre extremas en tan gran escala en un mundo de opulencia evidente es una inmoralidad atroz.

Resulta esperanzador que la comunidad internacional haya adoptado la reducción de la pobreza y la erradicación del hambre como objetivos globales del desarrollo. Desde principios del decenio de 1990 se han acordado diversos objetivos relativos a la reducción de la pobreza en sus distintas formas y dimensiones. Se han establecido metas para reducir la pobreza, aumentar la escolarización, avanzar hacia la igualdad entre los sexos, reducir la mortalidad infantil y materna, mejorar el acceso a los servicios de salud reproductiva y adoptar estrategias nacionales de desarrollo sostenible. Además, en la Cumbre Mundial sobre la Alimentación, que se celebró en Roma en 1996, todas las naciones se comprometieron a alcanzar el objetivo de reducir a la mitad el número de personas subnutridas, desde unos 800 millones a 400 millones, para 2015. Todos estos objetivos se unificaron en los objetivos de desarrollo del milenio, que permiten abrigar la esperanza de que el mundo llegue a ser un lugar mejor para toda la humanidad.

Las dimensiones del hambre y la malnutrición son alarmantes y no pueden dejar a nadie indiferente. Se estima que en 1996-98 había en el mundo en desarrollo 174 millones de niños menores de cinco años malnutridos y que 6,6 millones de los 12,2 millones de fallecimientos entre niños de este grupo de edad están relacionados con la malnutrición.

El hambre no sólo es un efecto de la pobreza, sino también una causa importante de ella. Sus efectos van más allá del terrible precio que se cobra entre quienes la padecen. El hambre acarrea unos costos económicos considerables para las personas, para las familias y para sociedades enteras. El trabajo, que frecuentemente es el único capital del pobre, resulta devaluado a causa del hambre. La escasez de alimentos perjudica a la salud mental y física y provoca así una disminución de la productividad, la producción y los ingresos. Quienes padecen hambre crónica no pueden acumular el capital financiero o humano necesario para poder escapar a la pobreza. Además, el hambre tiene una dimensión intergeneracional, ya que las madres subnutridas dan a luz niños con insuficiencia ponderal. En las sociedades en las que el hambre está extendida, el crecimiento económico, elemento fundamental para una reducción sostenible de la pobreza, se ve gravemente comprometido.

¿Quiénes son los pobres y cuál es la principal fuente de sus medios de subsistencia? Casi tres cuartas partes de los pobres de los países en desarrollo viven en zonas rurales. El rápido aumento de la pobreza urbana puede explicarse por la decadencia de la agricultura y el sector rural. La cara rural de la pobreza, la miseria humana y el hambre indica que la batalla para mitigar el hambre y la pobreza debe librarse en las zonas rurales.

Muchos de los campesinos pobres son pequeños agricultores que se encuentran en el límite de la supervivencia o personas sin tierra que intentan vender su trabajo. Sus ingresos dependen de la agricultura, ya sea directamente como productores o trabajadores a sueldo, o indirectamente en sectores cuya existencia deriva de la agricultura. El comercio, el transporte y la elaboración, de los que vive un gran número de pequeños empresarios, son necesarios para la agricultura, pero también dependen de las actividades agrícolas para sobrevivir.

Para conseguir una reducción rápida de la pobreza y el hambre se necesitará una doble estrategia. Por una parte, habrán de adoptarse medidas directas para mejorar el acceso de quienes se encuentran en una situación de pobreza extrema a los alimentos que necesitan para una vida activa: esto les capacitará para escapar de la trampa del hambre y les permitirá participar plenamente en los procesos de desarrollo. Al mismo tiempo, se deberá impulsar la promoción de un desarrollo agrícola y rural de base amplia, lo que creará oportunidades para una salida sostenible de la pobreza. Estos dos elementos de la estrategia propuesta son fundamentales para una reducción rápida, sustancial y sostenible de la pobreza y el hambre. Se trata de dos factores que se fortalecen mutuamente, ya que el avance de uno de ellos mejora la eficacia del otro. La oferta de programas de alimentación y redes de seguridad alimentaria a partir de la producción local entraña una doble ventaja: no sólo se alimenta a los hambrientos sino que también se amplían los mercados locales de alimentos, lo que crea oportunidades de obtención de ingresos y de empleo para los pobres.

La responsabilidad de escapar al hambre y la pobreza recae en primer lugar y principalmente en los mismos individuos y después en sus familias, comunidades y gobiernos. De conformidad con la legislación internacional sobre derechos humanos, los gobiernos tienen la obligación, cuando falla la acción privada, de garantizar que la población pueda gozar del derecho a disponer de alimentos suficientes. Sin embargo, la proporción del gasto público que los países en desarrollo destinan actualmente a la agricultura, el desarrollo rural y la seguridad alimentaria dista de ser suficiente, especialmente en los países en los que la escasez alimentaria es más grave, lo que implica una necesidad de ajustar las prioridades de la financiación pública.

No obstante, la comunidad internacional puede desempeñar unas funciones muy importantes en apoyo de los esfuerzos nacionales y, sobre todo, para ayudar a los gobiernos, especialmente los de los países de bajos ingresos, a sufragar los costos de las inversiones necesarias cuando éstos superan sus propios recursos.

Pese a todo, sigue habiendo una desproporción notoria entre la aceptación implícita de la responsabilidad mundial en la erradicación del hambre y la pobreza y el alcance de las medidas adoptadas a nivel nacional e internacional. Aunque son evidentes sus beneficios, los recursos destinados a programas relativos a la alimentación y la nutrición en favor de los necesitados parecen ser sólo una parte de lo que se precisa para mejorar la situación de manera sustancial. Los recursos, privados y públicos, dedicados a la agricultura y el desarrollo rural tienden a disminuir de forma visible y preocupante, especialmente en los países en los que el hambre y la pobreza están extendidas. Esta tendencia ha sido especialmente aguda en los programas de las instituciones financieras internacionales (IFI), así como en los de muchos donantes bilaterales y gobiernos nacionales, a pesar de los reiterados compromisos para ampliar la inversión en la agricultura y el desarrollo rural. En la mayoría de los casos, en vez de alcanzar la meta declarada de aumentar su apoyo a la agricultura y el desarrollo rural, los donantes han contribuido a un declive progresivo. Los países pobres con escasa capacidad para movilizar unos montos suficientes de ahorros internos o de inversiones extranjeras directas (IED) necesitan corrientes considerables de asistencia oficial para el desarrollo (ODA), incluidos préstamos multilaterales, a fin de establecer las condiciones (creación de capacidad, infraestructura, bienes públicos e instituciones) necesarias para atraer capital privado a la agricultura, ya sea nacional o extranjero.

El comercio internacional brinda oportunidades a los países en desarrollo para extenderse a nuevos mercados y productos y mejorar las perspectivas de crecimiento y seguridad alimentaria. Aunque la liberalización del mercado de productos agrícolas puede generar beneficios, los progresos reales hechos en las negociaciones en curso han sido limitados hasta ahora, y sus beneficios modestos. Si la liberalización sigue concentrándose fundamentalmente en la eliminación de las subvenciones de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), quienes se quedarán con la parte del león serán los contribuyentes y consumidores de los países desarrollados. Para los países en desarrollo reviste más importancia: la eliminación de las barreras al comercio de productos en los que tienen una ventaja comparativa y una reducción o una inversión del vertiginoso aumento de los aranceles sobre los productos básicos elaborados; un acceso preferente más amplio y de mayor alcance para los más pobres de los países menos adelantados; fronteras abiertas para la IED a largo plazo; y una mejora de los programas de garantía de la calidad y de inocuidad alimentaria que den a los países en desarrollo la posibilidad de competir con mayor eficacia en los mercados extranjeros. Los recursos generados mediante la liberalización comercial y las reducciones de la protección interna podrían destinarse a aumentar la financiación para el desarrollo.

Debería estudiarse con detenimiento la posibilidad de aplicar nuevos mecanismos de financiación, dada su importancia potencial para la transferencia de recursos entre los países desarrollados y en desarrollo y, por lo tanto, la medida en que podrían complementar la AOD. Aunque el llamamiento en favor de un aumento considerable de la AOD es muy positivo, hay que adoptar medidas para garantizar la adhesión a los objetivos acordados. Es preciso presentar propuestas que garanticen mecanismos de reposición más sencillos y fiables, especialmente en lo relativo a los recursos para préstamos en condiciones favorables administrados por las IFI. También es importante que se formulen recomendaciones creíbles sobre la financiación de un aumento de la circulación de los bienes públicos mundiales -cuya oferta es actualmente desesperadamente escasa y que compiten con la IED- necesarios para garantizar el buen funcionamiento de los procesos de globalización y la gestión sostenible de los recursos mundiales.

Las organizaciones de las Naciones Unidas con sede en Roma que se ocupan de la pobreza, la alimentación y la agricultura opinan que la Conferencia Internacional sobre la Financiación para el Desarrollo debe determinar la cuantía de los fondos, tanto nacionales como internacionales, que se necesitan para conseguir los objetivos acordados a nivel internacional, especialmente los relativos a la reducción del hambre y la pobreza. Estamos convencidos de que es una equivocación fundamental considerar la asistencia a los pobres y hambrientos como un acto de caridad. La erradicación de la pobreza extrema y del hambre no sólo es un imperativo moral, sino también una acción muy acertada desde el punto de vista económico. Nuestro trabajo y el trabajo de otros interesados demuestran claramente que la erradicación del hambre y la pobreza, donde quiera que ésta se encuentre, obra en interés de la comunidad internacional, tanto de los países ricos como de los pobres. La erradicación del hambre y la pobreza es una inversión que genera grandes beneficios por lo que hace a la paz, la estabilidad política, el desarrollo y la prosperidad generales.

El lento progreso hacia la consecución de los objetivos acordados a nivel internacional señala la necesidad no sólo de aumentar el volumen de recursos dedicados a este esfuerzo, sino también de distribuirlos con mayor eficacia. La financiación internacional para la erradicación del hambre y para el desarrollo agrícola y rural tiene que aumentar en consonancia con el problema y proporcionarse en condiciones asequibles que no conduzcan a un aumento del endeudamiento de los países en desarrollo.

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