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Land and political power; agrarian and rural reform in Colombia

This article examines the rural situation, trends and conditions of land ownership, and the use of agricultural land in Colombia. It sets out theoretical concepts and current terms in the land debate and presents recent data on the agrarian sector. It then analyses land tenure policy and associated social problems and makes an appraisal that could serve to shape future land policy.

La terre et le pouvoir politique: la réforme agraire et la réforme rurale en Colombie

L'article examine la situation des zones rurales et dresse un état des lieux (situation et tendances) de la propriété et de l'utilisation des terres agricoles en Colombie. A partir de quelques concepts théoriques et des thèmes d'actualité en rapport avec la terre, l'auteur présente des données récentes sur le secteur agricole, analyse les tendances des politiques et les problèmes sociaux correspondants et formule un diagnostic qui pourrait servir de base à une proposition de politique foncière.

La tierra y el poder político;
la reforma agraria y la reforma rural en Colombia1

Darío Fajardo M.

Darío Fajardo M. es Profesor asociado, Universidad Nacional de Colombia.

En este artículo se examina la situación rural, las tendencias y condiciones de la propiedad y el uso de las tierras agrícolas en Colombia. Partiendo de algunos conceptos teóricos y de los términos actuales del debate sobre la tierra, se ofrecen datos recientes relativos al sector agrario; se analizan las políticas de tenencia y los problemas sociales asociados, y se formula un diagnóstico que podrá servir de base para una propuesta de política de tierras.

LA TIERRA Y LA AGRICULTURA

El comportamiento reciente de la agricultura

Después de varios años en que la problemática agraria había sido soslayada, Colombia volvió a considerar dicha problemática en razón de las repercusiones que un gran número de asuntos rurales acababan teniendo sobre el desempeño político, económico y social de la nación.

Al iniciarse el nuevo milenio, Colombia se encontraba sumida en un amplio conflicto que tiene su origen en viejos problemas no resueltos. Uno de los problemas más agudos es el de las relaciones económicas, políticas y sociales derivadas de la concentración de la propiedad de la tierra.

En torno a esta cuestión se plantean dos argumentos. Por una parte, que la tierra ha perdido importancia como factor productivo; que el acceso a la tierra no genera poder económico ni político, y que por lo tanto los esfuerzos encaminados a su redistribución son una inversión inútil que no lograría sino crear «pobres dotados de tierra».

Por otra parte, y en contraposición a este planteamiento, las cifras oficiales demuestran una tendencia imparable a la concentración de la propiedad, al aumento de las tierras dedicadas a la ganadería extensiva, a la disminución de la producción de alimentos y al aumento de los desplazamientos forzados de las comunidades campesinas asentadas en los departamentos con mayor concentración de la propiedad rural (CODHES/UNICEF, 1998; Machado, 1998). Fundándose en estas cifras se pide una distribución equitativa de la tierra.

Uno de los asuntos que han causado preocupación ha sido el desempeño económico de la agricultura a comienzos de la década de 1990, cuando se perfiló en Colombia lo que Jaramillo (1998) ha denominado «crisis semipermanente de la agricultura», crisis que está aún muy lejos de resolverse.

Analistas como Jaramillo aducen como causas de la crisis la política macroeconómica (en particular la revaluación del peso) y el fenómeno climático de El Niño que afectó a la agricultura a mediados de la década. Estos factores se sumaron a las condiciones impuestas a la producción agrícola y pecuaria por la propiedad territorial, al «sesgo financiero» de la política económica del Estado y, sin lugar a dudas, a las repercusiones del conflicto armado.

Durante la década de 1990 se aplicaron políticas de apertura -ya iniciadas a comienzos de los años ochenta- guiadas por organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio (OMC). Dichas políticas se pusieron en práctica con mayor intensidad a comienzos de los años noventa durante la administración de César Gaviria, y de forma algo atenuada durante el gobierno de Ernesto Samper (Jaramillo, 1988). La «exposición» de la producción nacional a la competencia de los mercados internacionales puso en evidencia la escasa competitividad de la agricultura colombiana.

La eliminación de los instrumentos de protección, la evolución de los costos de producción -determinados en particular por las tasas de interés, la renta del suelo y los tipos de cambio-, además de los efectos de los conflictos armados -como los desplazamientos forzados de personas y el descenso de la rentabilidad de las actividades agrícolas- parecen haber generado un cambio profundo en la situación de la agricultura. Los componentes más importantes de este cambio han sido una creciente «desagriculturización» del empleo; la migración rural-urbana y rural-rural dentro del país; la disminución de la superficie sembrada; la recomposición de la producción agrícola de resultas de la reducción los cultivos temporales y del aumento de los cultivos permanentes; la expansión en un 30,2 por ciento de una frontera agraria que en el lapso de 12 años pasó de 35,4 millones de hectáreas en 1984 a 50,7 millones en 1996; el crecimiento de la superficie dedicada a la ganadería extensiva, y el aumento de la «gran propiedad».

Machado (1998) ha señalado la estructura dual de la propiedad: por una parte, una minifundización y microminifundización crecientes; y por otra un mayor control de la tierra por la gran propiedad. «La característica básica de la última década (1984-1996) es el avance de la gran propiedad, el deterioro de la mediana y la continua fragmentación de la pequeña, tres fenómenos acompañados de violencia, desplazamiento de pobladores rurales y masacres continuas en las que las fuerzas paraestatales han ido conformando, a sangre y fuego, dominios territoriales en un proceso de acumulación de rentas institucionales al estilo de una acumulación originaria» (Machado, 1998).

Los cambios ocurridos en los distintos tipos de aprovechamiento de la tierra (cultivos temporales, cultivos permanentes, ganadería extensiva, etc.) conllevaron modificaciones en la tenencia. Estos cambios han determinado la estructura de la propiedad, tanto en las regiones centrales de mayor desarrollo, como en las regiones de reciente incorporación a la frontera agraria. La concentración de la propiedad ocurre tanto en las regiones con menor potencial productivo como en aquellas donde la disponibilidad de tierras aptas para la agricultura es mayor (Machado, 1998). La concentración repercute en los niveles de producción: mientras que las fincas menores de 5 ha destinan a usos agrícolas el 38,6 por ciento de su superficie, las mayores de 200 ha solamente destinan a este uso el 2,5 por ciento de su superficie.

Situación actual de la distribución de la tierra y de los usos productivos del suelo

Colombia se encuentra entre los países de América Latina con menor abundancia relativa de suelos arables. Según datos de la FAO, únicamente el 3,6 por ciento de la tierra total puede ser incluida dentro de los suelos arables. A esta limitación se añade el uso inadecuado de los suelos. Según el Instituto de Geografía Agustín Codazzi (IGAC), en Colombia hay 9 millones de hectáreas aptas para la agricultura, pero se utilizan para este fin únicamente 5 millones. En cambio, hay 19 millones de hectáreas aptas para la ganadería pero se utilizan 40 millones, de las cuales sólo 5 millones son tierras de pastos mejorados, mientras que el resto (35 millones de hectáreas) se explota de manera extensiva. En conjunto, el 45 por ciento de los suelos del país se destina a usos inadecuados.

Según la Encuesta Agropecuaria del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) (1996), la distribución de la propiedad sigue un patrón de uso del suelo que no favorece a la agricultura: las explotaciones más pequeñas (menores de 5 ha), que equivalen al 46,8 por ciento del total de las fincas y que controlan solamente el 3,2 por ciento de la tierra, destinan el 38,6 por ciento de su superficie a usos agrícolas, mientras que las explotaciones mayores de 200 ha, que equivalen al 2,8 por ciento del total de las fincas, controlan el 39,0 por ciento de la tierra y solamente destinan a usos agrícolas el 2,5 por ciento de su superficie, sin que se observen diferencias en la productividad que sugieran un mejor aprovechamiento por unidad de superficie en las explotaciones mayores.

Estos datos ilustran dos tipos de problemas: en primer lugar, la persistencia de un patrón concentrador contrario al afianzamiento efectivo de la mediana propiedad, la cual proporcionaría las más sólidas bases para el desarrollo (Bejarano, 1998); en segundo lugar, un uso del suelo caracterizado por la predominancia de las explotaciones extensivas, fundamentalmente ganaderas, en detrimento de la agricultura. Las fincas de mayor tamaño dedican a la ganadería extensiva el 72,3 por ciento de su superficie y en ellas se localiza el 42,1 por ciento de las tierras ganaderas.

La distribución y uso del suelo repercuten necesariamente en la producción y en el empleo; por su parte, las tendencias de la agricultura, de los precios y de los rendimientos agrícolas se manifiestan en el uso del suelo. Un argumento a favor de las economías campesinas respecto a la agricultura comercial es la mayor capacidad de generación de empleo de las primeras, y aún más respecto a la ganadería extensiva.

A pesar de los efectos diferenciados por regiones y cultivos de la crisis de los años noventa, sus repercusiones se hicieron sentir especialmente en los cultivos comerciales. Distintos analistas coinciden en reconocer una disminución de la superficie cultivada y una reducción del empleo y de la producción de dichos cultivos.

En América Latina, la perduración y ampliación de la brecha social (Figueroa, 1996) es un componente común a los países en proceso de modernización (Huntington, 1968), pero en Colombia se asocia con los fenómenos que han facilitado el arraigo de la violencia y de la narcoeconomía, los cuales han reducido las posibilidades de supervivencia del modelo político y social vigente.

Cultivos proscritos

El desarrollo de las distintas actividades asociadas con el narcotráfico -desde la producción y la elaboración de los psicotrópicos hasta las vinculaciones de los narcotraficantes con diferentes instancias del poder político, económico y militar- ha tenido gran incidencia en la vida nacional desde mediados de la década de 1970.

Es ampliamente conocido que estos cultivos se iniciaron a finales de los años setenta con las primeras plantaciones de marihuana en zonas de la Costa Atlántica, en particular en la baja Guajira, la Sierra Nevada de Santa Marta y Urabá, para luego extenderse a algunas localidades del Meta. Posteriormente, en los años ochenta y noventa, se cultivó la coca, y más recientemente la amapola. Según informaciones recientes, se dedican aproximadamente 130 000 ha a las plantaciones de coca, 10 000 a 12 000 ha a las de amapola y 8 000 a 10 000 ha a las de marihuana; las plantaciones están diseminadas en la casi totalidad de los departamentos del país (El Tiempo, 17 de junio de 2001).

Ibán de Rementería, uno de los estudiosos más agudos de la problemática de las drogas en la región andina, ha analizado la expansión del narcotráfico y su relación con la tendencia recesiva de los precios de las exportaciones agrícolas (Ocampo y Perry, 1995). Los pequeños y medianos productores, en especial los campesinos carentes de subsidios con escaso acceso a las tierras y tecnologías destinadas a elevar la productividad, han debido competir con las exportaciones agrícolas de los países centrales con resultados ruinosos. Para hacer frente a esta situación y reducir sus pérdidas, han debido incorporar a sus cultivos la producción de los cultivos ilícitos.

A partir de los años ochenta, la tendencia a la concentración de la propiedad agraria ha coincidido con un aumento de inversiones de capitales procedentes del narcotráfico como procedimiento para el lavado de activos. Las inversiones se tradujeron ocasionalmente en la modernización de algunas actividades, por ejemplo los hatos ganaderos o el «caso Grajales», núcleo empresarial que sirvió de fachada al lavado de activos del narcotráfico en el Valle del Cauca (zona occidental de Colombia), ingenuamente considerado por algunos como modelo de gestión del desarrollo agrícola colombiano. No obstante, el ingreso de los capitales del narcotráfico reforzó la concentración de la propiedad y el autoritarismo, y tuvo su expresión social en la imposición del latifundio.

EL DEBATE SOBRE LA TIERRA

Las propuestas de política tienen una base teórica e ideológica, por ejemplo los planteamientos estructuralistas que sirvieron para la formulación de las políticas de reforma agraria, o los postulados neoliberales con los cuales hoy se refuta que la tierra pueda ser considerada como factor de poder en el comportamiento del sector agrícola. Frente al concepto de Machado (1998) de una estructura agraria colombiana bimodal -con un polo constituido por la gran propiedad y otro por las pequeñas explotaciones-, la hipótesis de la «constelación» propuesta por García (1970, 1982) permite comprender las interrelaciones funcionales y dinámicas entre uno y otro polo. En virtud de estas interrelaciones, la concentración de la propiedad es el factor que impide a una población rural creciente en términos absolutos establecerse como pequeña productora en una economía campesina. A consecuencia de la presión que se ejerce sobre los recursos y del limitado acceso de los agricultores a la tecnología, las tierras controladas por la población rural están afectadas por una continua fragmentación y por la pérdida gradual de potencial productivo debido al deterioro de los suelos y de otros recursos naturales.

Esta población, cuya fuerza de trabajo resulta excedentaria en la explotación familiar, participa en diversos mercados laborales: en las fincas campesinas como mano de obra para algunas labores de preparación de la tierra para siembras y cosechas; en la agricultura empresarial como mano de obra para las cosechas, y en los mercados urbanos menos calificados como mano de obra para labores varias.

La estructura económica básica de los estratos sociogeográficos de las regiones del país presenta una gran heterogeneidad económica, social e incluso étnica, pues cada estrato se vincula a los grandes y medianos complejos urbanos. Estos últimos funcionan como epicentros de la nación y de sus macrorregiones: por ejemplo, el sector agroindustrial (de la caña de azúcar y la palma africana), el sector de las plantaciones de exportación (banano, floricultura), las medianas explotaciones capitalistas, y numerosas comunidades campesinas de distintos tipos y características étnico-culturales. Estas comunidades incluyen campesinos indígenas y afrocolombianos así como otros grupos étnicos y culturales (cazadores, recolectores y cultivadores nukak y sikuani) distribuidos en todo el territorio nacional cuya importancia es variable según las estructuras agrarias regionales.

La dinámica de esta estructura heterogénea plantea dos perspectivas básicas de análisis: por una parte, un proceso unilineal de modernización, cuyo paradigma económico, político, social y cultural son las explotaciones intensivas en capital y hacia el cual tendería el mundo rural. Este proceso ocasiona el traslado laboral de la población al sector de los servicios y a actividades no agrícolas, e interesa en menor proporción las agroindustrias, en las cuales las economías campesinas, dependiendo de la política social del Estado, subsisten simplemente como un residuo. Por otra parte, y en contraposición al paradigma anterior, existe un sistema de relaciones en el que se manifiestan intereses divergentes por el control de los recursos, y en el cual se manifiestan las fuertes y disputadas tendencias hegemónicas del gran capital, con sus propuestas políticas, sociales y culturales. Estas tendencias dan lugar a un sistema regional jerarquizado, en el cual las comunidades campesinas establecen relaciones con la economía local, regional, nacional e incluso internacional.

EL CONFLICTO ARMADO, LA TIERRA Y LOS TERRITORIOS

La apropiación del territorio

A diferencia de la construcción territorial de países como los Estados Unidos, México, Brasil o Argentina, el desarrollo histórico, económico y político de Colombia no se tradujo en un proyecto estratégico de largo alcance de ocupación del territorio. Con algunas excepciones locales, como la «carretera al mar» de Antioquía, o los proyectos del general Rafael Reyes en la Amazonía, la ocupación del territorio nacional ha resultado de formas de apropiación privada iniciadas por la administración colonial española, y continuadas en épocas posteriores por una política de enajenamiento que debilitó al Estado republicano a favor de los sectores más poderosos de la sociedad de entonces.

Ya desde la segunda mitad del siglo XIX el Estado, presionado por la necesidad de construir vías de comunicación, entregó extensos territorios en concesión a particulares. Al tiempo que pusieron de manifiesto la incapacidad del Estado de valorar dichos territorios, las concesiones generaron grandes conflictos entre los colonos, ocupantes de facto que realizaban la construcción del territorio y del mercado. Se fortaleció la implantación del latifundio como forma de dominación. Los procesos de enajenación del territorio por el Estado y su asignación a particulares no redundaron en la estabilidad de los asentamientos sino, por el contrario, en la construcción de fronteras que dejaron al descubierto la fragilidad del Estado.

En esta dinámica han actuado los patrones históricos de tenencia de la tierra, así como los efectos del modelo de desarrollo adoptado por las dirigencias nacionales. La tenencia de la tierra en Colombia se ha caracterizado por una elevada concentración de la propiedad (Heath y Deininger, 1997; Machado, 1998). El Banco Mundial señala que entre 1960 y 1988 el coeficiente de Gini2 solamente se desplazó de 0,86 a 0,84; esta tendencia fue confirmada por la Encuesta Agropecuaria de 1995 (DANE, 1996). Rincón indica que el coeficiente se incrementó pasando de 0,85 en 1984 a 0,88 en 1996, y que dicho incremento coincidió con un modesto desarrollo productivo, centrado fundamentalmente en la mediana y pequeña propiedad (MESA, 1990).

Por otra parte, las condiciones de la política macroeconómica de la producción agrícola y pecuaria, en particular las tasas de interés y cambiarias, y la sobreprotección brindada por el Estado al sector financiero han confluido con la concentración de la propiedad y las consiguientes rentas monopólicas de la tierra, generando una agricultura no competitiva que ignoró los sistemas eficientes de elaboración agroindustrial y de comercialización.

Las posibilidades de reasignación a otros sectores productivos de una población expulsada del campo por la concentración de la propiedad y por las formas de violencia asociadas a ella (las cifras actuales de desplazados del campo por los conflictos armados arrojan indicaciones claras de este fenómeno), tal como lo recomendara Lauchlin Currie a comienzos de los años cincuenta, se han hecho particularmente limitadas y traumáticas. Han aumentado la economía informal y la pobreza urbana en un contexto de gran desempleo estructural.

La concentración de la propiedad territorial rural ha ocurrido en particular en las tierras de mejor vocación agrícola y pecuaria, aun cuando no exclusivamente en ellas, como lo demuestra la Encuesta Agropecuaria.

Al margen han quedado relictos de páramos y la mayor parte de los bosques tropicales; si bien constituyen santuarios de biodiversidad debido a la configuración de sus suelos y a sus características climáticas, estos territorios no ofrecen atractivos para una producción agrícola o pecuaria que en ellos se pudiere llevar a cabo conforme a los patrones tecnológicos dominantes. Siguiendo tendencias mundialmente conocidas que han conducido a conflictos económicos y políticos derivados de la concentración de la propiedad rural y de la exclusión de los pequeños campesinos del acceso a la tierra, los territorios mencionados se han convertido en zonas marginales propicias para el asentamiento de las poblaciones expulsadas del interior de la frontera agrícola (Binswanger et al., 1993).

Las colonizaciones de la frontera agraria se han llevado a cabo por la necesidad de subsistencia de la población más que por la voluntad del Estado de apoyar el proceso de asentamiento y proponer pautas racionales de usufructo de la tierra y de los recursos naturales.

La ocupación del territorio se ha llevado a cabo en oposición a una verdadera política de poblamiento entendida como instrumento de estímulo o de inhibición, por medio de la asignación de recursos para infraestructura y producción, apoyos fiscales, etc. En ausencia de un proyecto sostenido de ocupación y manejo del territorio, se ha penalizado el uso de determinados recursos o el simple asentamiento.

Raíces agrarias de la confrontación armada

Los desplazamientos de poblaciones como consecuencia de la violencia son un fenómeno de vieja data en Colombia. Durante los conflictos de fines de la década de 1940 y mediados de la de 1960, las migraciones del campo a la ciudad fueron causadas, en su mayor parte, por la guerra civil. La acelerada ampliación de la frontera agrícola a partir de los años sesenta se debió también al desalojamiento forzado de habitantes de varias regiones del país. Sin embargo, los desplazamientos actuales han llamado la atención nacional y de entidades públicas y privadas de otros países por su magnitud y por estar asociados con el empobrecimiento de la población, con pérdidas de producción y con el menoscabo de planes sociales, infraestructuras, desarrollo institucional y otros aspectos del patrimonio público y privado.

El asentamiento masivo de desplazados en nuevas localidades acentúa la necesidad de generar empleo y financiar vivienda y servicios, agravando las deficiencias preexistentes. La agudización de las manifestaciones de violencia ocurre tanto en zonas urbanas como rurales, pero la magnitud de las batallas puede apreciarse de manera más evidente en el campo. Los conflictos urbanos son endógenos, pero también resultan del traslado a la ciudad de los conflictos rurales.

Desde principios de la década de 1990, los sectores dirigentes del país y los planificadores consideraron, con algunas diferenciaciones, superados los problemas agrarios que se habían manifestado en las décadas anteriores. Sin dejar de asignar recursos según la demanda, optaron por establecer presupuestos que redujeron sensiblemente la inversión pública en el campo (Perfetti y Guerra, 1993), al tiempo que se reducía la protección a la producción agrícola. Este ha sido un fenómeno generalizado que en Colombia fue particularmente crítico y agravó conflictos ya existentes.

Las políticas de apertura comercial pusieron de relieve los graves problemas estructurales del campo: frente a la concentración de la propiedad rural la reforma agraria de 1961 resultó ineficaz (Machado, 1998, Binswanger et al., 1993). Las titulaciones masivas de terrenos baldíos facilitaron la replicación de los patrones latifundistas en las zonas donde se expandió la frontera agrícola, sin permitir prácticamente la estabilización de las economías campesinas y su evolución hacia economías empresariales, que son los supuestos -pasados y presentes- de las leyes de reforma agraria.

El desarrollo de la narcoeconomía y las estrategias de lavado de activos procedentes del narcotráfico, así como la práctica consuetudinaria de suprimir a las organizaciones campesinas y a los opositores, a modo de mecanismo de hegemonía política, afianzaron las tendencias preexistentes de concentración de la propiedad territorial, particularmente en las zonas de reciente incorporación a la frontera agrícola, según se desprende de los datos de la Encuesta Agropecuaria de 1995 (DANE, 1996). Ante la creciente magnitud de los conflictos se ha hecho urgente una propuesta de paz de largo alcance, concebida en términos de una política del Estado que trascienda los límites de una administración.

El carácter estructural de los conflictos agrarios vinculados a la crisis nacional plantea la necesidad de construir relaciones de equidad en el campo y de establecer una reforma agraria efectiva (Machado, 1998, Gómez, 2001). Para entender el régimen de propiedad agrario -y su componente político y conflictivo- es preciso analizar la relación de dicho régimen de propiedad con el poder militar, sus raíces históricas, y los acontecimientos nacionales más recientes.

La tierra y el poder militar

En Colombia existe un profundo desconocimiento de las fuerzas armadas y de la marginación que ha caracterizado a esta institución en el seno del conjunto de la nación.

Guillén Martínez (1979), al examinar la formación de los ejércitos en Venezuela y la Nueva Granada durante la guerra de Independencia, puso de relieve cómo en el primero de estos países, por circunstancias políticas y sociales, «se fue formando un espíritu de cuerpo, claro y preciso en los cuadros de la oficialidad [y se] hizo de la carrera de las armas una profesión regimentada, lógicamente ordenada por ascensos sucesivos, a pesar del desorden y de la improvisación que inevitablemente ocasionaba o imponía la propia batalla política».

La política de los hacendados de la Nueva Granada se orientó hacia el fortalecimiento de los poderes regionales, en desmedro de un poder central incipiente y de su expresión militar. Esta política, sumada a la debilidad fiscal del Estado, condujo al manejo de los terrenos baldíos nacionales como fuente de ingresos fiscales y como recompensa militar, y contribuyó a la formación económica, política y social del latifundio republicano.

La oposición de la elite neogranadina a la formación de un ejército profesional fue un rasgo de la historia política colombiana en el siglo XIX. Inicialmente se ejerció contra el Libertador, el general Rafael Urdaneta y la oficialidad venezolana, para afianzarse más tarde, en 1854, con la derrota de los artesanos y de su líder, el general José María Melo. A finales del siglo, el juego de las fuerzas económicas y políticas del país configuraba un nuevo «momento fundacional»; su expresión fue la Constitución de 1886 y su signo político el autoritarismo, claves de la creación del ejército nacional.

A partir de la institución del regular del ejército, el reclutamiento de su oficialidad se efectuó principalmente entre las capas sociales medias de provincia, caracterizadas por un peculiar tradicionalismo político, religioso y cultural, que ha facilitado los nexos entre terratenientes y militares: los jóvenes oficiales destacados al mando de unidades locales, en particular desde los acontecimientos violentos de los años cincuenta, han sido atraídos sistemáticamente por los terratenientes mediante «compañías»3 y facilidades para adquirir tierras y ganado, con el solo fin de asegurar la protección militar de las fincas. Los vínculos así creados explican la formación de una nueva capa de «ex generales hacendados», elemento esencial de la constelación latifundiaria, por ejemplo en regiones como el Magdalena Medio, Meta, Caquetá, etc.

La política interior de lealtades de un ejército colombiano comprometido con los poderes regionales fue contemporánea de la Doctrina de la Seguridad Nacional de los Estados Unidos, y alteró los objetivos de defensa de la nación para reemplazarlos por la defensa a ultranza de los intereses norteamericanos, convirtiendo así a las fuerzas armadas en un ejército de ocupación en su propio país.

La Doctrina de la Seguridad Nacional de los Estados Unidos incorporó las experiencias de las guerras contrainsurgentes de Argelia, Indochina y de otros países, y dio paso a la formación de grupos especiales encargados de «la guerra sucia». El ejército colombiano adoptó plenamente esta doctrina traduciendo en ella la propia experiencia construida durante los años de la llamada primera violencia, con los «pájaros4 » y «chulavitas5 », embriones de los futuros «paramilitares».

Las elites colombianas, fuertemente opuestas a una reforma agraria efectiva, dieron como únicas alternativas a los campesinos sin tierras los contratos de aparcería o las colonizaciones en regiones marginales, siguiendo una política que se plasmó en el «Pacto de Chicoral» de enero de 1972. Este pacto fue acordado entre los gremios, los partidos políticos y el gobierno.

A finales de los años setenta, la crisis de la agricultura condujo a que en las colonizaciones se implantaran los cultivos ilícitos. Los grandes narcotraficantes encontraron a una población campesina a la que forzaron a producir cultivos ilícitos como única alternativa de obtención de ingresos. Los campesinos trabajaban obligados por el terror o entregaban su producción a bajos precios. Estas fueron las condiciones en las cuales la guerrilla comenzó a mediar a favor de los colonos -su propio estrato social-, estableciendo impuestos sobre la venta de la base de coca y el látex.

Se crearon así nuevos campos de confrontación en los cuales las fuerzas institucionales apoyaron a los narcotraficantes, no solamente en las zonas de producción de los cultivos ilícitos, sino en todos los niveles de la vida del país, desde el Parlamento hasta la planificación, organización y ejecución de las operaciones militares.

Esta política, que apoyaba además la extensión del control de tierras y territorios, tenía sus raíces en las viejas relaciones de los hacendados con las instituciones armadas del Estado, y se preserva hasta el presente en un continuum que desde los enfrentamientos entre hacendados y colonos y agregados, en la década de 1920, prosiguió con la formación y operación, en el decenio de 1950, de los grupos parapoliciales durante «la violencia» de los «pájaros», y el paramilitarismo iniciado en la década de 1980 que ha animando «alianzas estratégicas» con los narcotraficantes.

De lo anterior se desprende el porqué de tan obstinada resistencia por parte del estamento militar a cualquier posibilidad de cambio en el régimen agrario, y más aún a una reforma agraria democrática.

LAS POLÍTICAS

Al mediar la década de 1990, Colombia había ensayado ya varias estrategias para resolver su «cuestión agraria», y afrontar la adecuación del campo a las transformaciones de la economía inducidas por factores condicionantes externos e internos. Luego de dos lustros de aplicación de una reforma agraria marginal, durante los gobiernos de Antonio García (1970 y 1982), las políticas de modernización del campo se orientaron, en lo referente al sector campesino, hacia el desarrollo rural integrado (DRI). Sus efectos positivos fueron muy discretos en cuanto a poblaciones atendidas, incrementos de producción, productividad, superación de la pobreza y superación de las «brechas tecnológicas».

La decisión de impulsar las estrategias de DRI precedió a la del desmantelamiento de la reforma agraria, a su sustitución por el fortalecimiento de la aparcería y al impulso de los programas de colonización en las fronteras, opciones encaminadas a mantener incólume la estructura de la propiedad (Gómez, 2001). Pocos años más tarde, el Estado habría de acudir a nuevos programas para las zonas rurales con los cuales tratar de remediar los profundos desajustes creados en los territorios marginales por la colonización, por ejemplo el Plan nacional de rehabilitación (PNR) y los Programas de sustitución de cultivos ilícitos y desarrollo alternativo.

Mientras estos planes y programas debilitaban el alcance y recursos de la reforma agraria, el discurso económico y político oficial restaba cada vez más importancia a dicha reforma. No obstante, la agudización de los conflictos en el campo puso de nuevo de manifiesto el valor del sector agrario y la necesidad de la reestructuración productiva del campo.

Desde finales de los años ochenta se llevaron a cabo análisis de distinto alcance del comportamiento del sector agropecuario y sus tendencias (MESA, 1989). Se estudiaban los procesos de especialización regional, las limitaciones de la producción nacional para atender la demanda interna y acceder a los mercados internacionales, las características de los mercados laborales y los efectos de la violencia sobre la economía agraria. A pesar de haber sido aprobada poco antes otra ley sobre reforma agraria (Ley 30 de 1987), que había contado con el respaldo de diversas formaciones políticas, sus ejecutorias no llamaron la atención de los analistas, y poco interés despertó en estos ejercicios el sector agrario.

Es importante señalar que si bien en Colombia continúa el proceso de «desruralización» de la población, en el campo viven todavía 15 millones de personas, cifra equivalente al 38 por ciento de la población total. El empleo se desplaza de la agricultura a otras actividades, tal como ocurre en todas las economías en transición, pero el empleo rural aún representa más del 60 por ciento del empleo total (esta proporción es superior en otras economías con grados similares de desarrollo).

Las leyes de reforma agraria

Colombia tiene una larga tradición legislativa en materia de reformas agrarias, pero la puesta en práctica de estas reformas ha sido sumamente limitada (Gómez, 2001). Esta tradición tiene una expresión destacada en la Ley 200 de 1936, nacida en el ámbito del proyecto modernizador del gobierno liberal de Alfonso López Pumarejo. Con esta ley se intentó abrir el camino a la mercantilización de la tierra y superar las relaciones laborales serviles que existían en el campo. La ley estableció la jurisdicción agraria y jueces especializados en dirimir conflictos de tierras. Se introdujo la figura de la extinción del dominio o pérdida de la propiedad como resultado del incumplimiento de su función social, cuando el propietario deja sin explotación económica la tierra durante un lapso de tiempo determinado. Se reconoce a esta ley haber creado las bases del concepto de reforma agraria en la Colombia contemporánea.

Pocos años más tarde las condiciones políticas que habían conducido a dicha ley de tierras se modificaron sustancialmente, y dieron paso, en 1944, a la Ley 100, que apuntó a neutralizar los posibles efectos de la aplicación de la anterior, restituyendo los contratos de aparcería.

El profundo deterioro social resultante de la violencia de los años cincuenta y las presiones del Gobierno de los Estados Unidos para evitar la influencia en otros países de la revolución cubana condujeron a la promulgación de la Ley 135 de 1961, mediante la cual se reglamentó una reforma social agraria destinada a presionar a los grandes propietarios agrícolas para que modernizaran las explotaciones en su poder y permitieran un uso más adecuado de sus suelos. La lenta aplicación de esta ley contrastó con las grandes expectativas que había generado; a esta situación trató de remediarse con la Ley 1a de 1968, que hizo hincapié en la afectación de los predios inadecuadamente explotados, la entrega de la tierra a los aparceros que la estuviesen trabajando y la facilitación de algunos trámites. Según los analistas, la ley logró provocar la baja del precio y de la renta de la tierra.

La Ley 1a de 1968 se complementó con el estímulo de que fue objeto la organización campesina, pero su impulso fue frenado en 1973 por el «Pacto de Chicoral», acuerdo político entre los partidos tradicionales y los gremios de propietarios con el cual se puso fin a los precarios intentos del reformismo agrario. En adelante se privilegió un aprovechamiento más productivo de las tierras mediante la tenue presión de los «mínimos de productividad», disposición que nunca pudo llevarse a la práctica. Complementariamente, se promulgó una nueva ley de aparcería (Ley 6a de 1975), con la cual esta relación fue relegitimada luego de haber sido proscrita en la legislación agraria anterior, asimilándose ahora a una sociedad de hecho. Pero tal vez lo más significativo fue la decisión de los sectores gobernantes de rechazar la reforma agraria y pretender resolver la demanda de tierras mediante las colonizaciones, y desplazar a los bordes de la frontera agraria al campesinado que había sido expulsado de sus parcelas.

De esta ley en adelante la legislación agraria se orientó hacia la adquisición de tierras por el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (INCORA), la regulación de las colonizaciones y los programas encaminados a resolver los problemas generados por la desordenada ocupación de las fronteras, como el Plan Nacional de Rehabilitación (PNR) y los posteriores programas para la erradicación de cultivos ilícitos.

Con la Ley 35 de 1982 se aceleraron las compras de tierras del INCORA: estas operaciones han estado marcadas por notorios fenómenos de corrupción. De las 4 400 ha que se habían adquirido en 1981, se pasó a 25 111 ha en 1985, y a 54 704 ha en 1987, cifra no superada desde 1971, cuando se habían adquirido 73 183 ha, para llegar a 96 098 ha en 1992 (Mondragón, 1996). Esta tendencia se explica por los incentivos que muchos terratenientes y altos funcionarios deseosos de vender predios improductivos encontraban en las mencionadas transacciones.

La gradual eliminación de la acción expropiatoria condujo, a través de la Ley 35 de 1982 y la Ley 30 de 1988, a la «reforma agraria mediante el mercado de tierras», concepto que resultaba más aceptable y menos conflictivo para los propietarios y los sectores políticos afines, y que fue explícitamente incorporado en la Ley 160 de 1994. Esta ley se enmarcó en el proyecto neoliberal de reducción en beneficio del mercado de ciertas funciones propias del Estado. Propuso una redistribución de la tierra basada en la menor intervención del Estado en las negociaciones, y buscó la dinamización del mercado de las tierras otorgando subsidios mediante un programa de redistribuciones con énfasis en el acceso individual del campesino a la tierra.

La aplicación de este procedimiento condujo a que en las negociaciones entabladas entre oferentes y compradores el precio de venta de los predios terminara acercándose al propuesto por los propietarios, debido la escasa capacidad de negociación de los compradores resultante de las relaciones preestablecidas entre unos y otros. Los compradores eran antiguos trabajadores de las fincas adquiridas, y a cambio de algunos favores, los propietarios acabaron proponiéndoles precios ventajosos, hasta el punto de que los compradores aceptaron de hecho pagar el 70 por ciento del valor pactado. Dicho valor estaba cubierto por un subsidio de la INCORA. La única entidad bancaria que había de asumir la financiación del 30 por ciento complementario -la Caja Agraria- solamente lo hizo en muy pocas oportunidades antes de ser liquidada y reemplazada por una nueva entidad que se llamó Banco Agrario. Este último no respondió a las solicitudes de financiación presentadas y rehusó sistemáticamente asignar fondos para la adquisición de las tierras bajo la Ley 160 de 1994.

Uno de los requisitos exigidos para otorgar el crédito complementario era la presentación de un «proyecto productivo» que debía ser llevado a cabo por los compradores; dicho proyecto habría de estar financiado por un segundo crédito, otorgado en la práctica por la misma entidad bancaria mencionada. En una situación de rentabilidad decreciente de la agricultura, exigir a pequeños productores que carecían muchas veces de experiencia empresarial alcanzar rendimientos económicos suficientes para pagar los intereses de los dos créditos, además de los eventuales intereses de su vivienda, y generar ingresos mínimos de subsistencia, era colocarlos en la imposibilidad de responder a las obligaciones adquiridas. Esta dificultad se hizo patente a menos de dos años de la entrada en vigor de la ley.

El programa oficial de reforma agraria tenía un tiempo de duración de 16 años y pretendía beneficiar a un total de 721 000 familias carentes de tierra mediante la compra de más de 4,5 millones de hectáreas de tierras e inversiones superiores a los 3 000 millones de pesos (de 1994). Para el período 1994-1998, se propuso atender a 250 000 familias (el 15 por ciento de la población objetivo) localizadas en una superficie de 6 millones de hectáreas y hacer inversiones por 671,5 millones de pesos; sin embargo, a causa de la profunda crisis fiscal iniciada en 1996, este objetivo no pudo cumplirse. Hasta el presente, los pequeños campesinos no han conseguido tener acceso a la tierra en las escasas oportunidades en que habrían podido hacerlo.

El carácter limitado de la reforma agraria colombiana se ha reflejado en la extensión de las superficies intervenidas y en la modalidad de la intervención: hasta el año 2000, el INCORA había adquirido poco más de 1 700 000 ha, que equivalían al 4,8 por ciento de los 28 300 000 ha que según el IGAC eran aptas para labores agropecuarias, es decir poco más del 3 por ciento de la superficie actualmente explotada. De la superficie adquirida, únicamente 69 000 ha -el 5,5 por ciento- fueron expropiadas; las restantes fueron objeto de negociación directa con los propietarios.

De no modificarse la voluntad política que hasta el presente ha alimentado el proceso de reforma agraria, y si el número de familias carentes de tierra se mantuviera constante y el INCORA les adjudicara parcelas al ritmo anual promedio actual, el objetivo reformista se cumpliría en 110 años, o en 43 años al ritmo de adjudicación del 1995. Esta estimación no es, sin embargo, realista porque no tiene en cuenta el aumento del número de familias sin tierra como resultado de las quiebras y embargos que son inherentes al capitalismo, ni los desplazamientos causados por el conflicto armado.

El muy limitado alcance de la aplicación de esta ley llevó al Gobierno en el año 2000 a intentar presentar un nuevo proyecto de ley de reforma agraria, que no tuvo en cuenta las excelentes evaluaciones de la aplicación de la ley vigente y pretendió adelantarse, sin éxito alguno, a un acuerdo -tomado desde la iniciación de las conversaciones de paz en 1998- con la insurgencia en cuanto a este asunto.

La Ley 160 de 1994 introdujo además el concepto novedoso de «zonas de reserva campesina». Creadas para estabilizar los asentamientos de pequeños productores mediante restricciones de venta de los predios, neutralizar la concentración de la propiedad y poner en práctica una producción ambientalmente sostenible, las zonas de reserva campesina han sido objeto de discusión en distintos sectores. Si bien para algunos solamente se podrían implantar en «áreas de colonización» (terrenos baldíos objeto de programas estatales de titulación), para otros deberían localizarse dentro de la frontera agrícola y permitir el acceso a los mercados y a potenciales proyectos de desarrollo agroindustrial. Mediante estas acciones se pretendía fortalecer el poder político de las comunidades campesinas.

El mejoramiento de la infraestructura física y social tenía como propósito permitir a las comunidades «acceder a una parte mayor del excedente que genera la economía en su crecimiento»; y para este fin era necesaria una orientación amplia, centrada más en la región y menos en la finca o en determinados proyectos productivos (Moscardi, 1996). Esta alternativa, la más deseable desde el punto de vista del desarrollo económico y social del campesinado, planteó el interrogante de cómo hacer efectivo el control de la concentración de la propiedad. Solamente en la medida en que se configure un nuevo escenario político, favorable a una real democratización de la economía agraria, y que se generalicen unos proyectos productivos regionales abiertos a los mercados en el interior de la frontera agrícola -en los cuales el mercado de tierras habría de combinarse con las zonas de reserva campesina-, será posible estabilizar las poblaciones que se desplazan hacia los bordes de dicha frontera.

CONCLUSIÓN: LAS REFORMAS AGRARIAS Y LA REORGANIZACIÓN DEL TERRITORIO

El Estado colombiano ha demostrado una capacidad muy limitada para atender las crecientes demandas de la sociedad, en razón del autoritarismo de los regímenes políticos, de la debilidad fiscal, de las apropiaciones del patrimonio por parte de las dirigencias políticas y de los efectos de descomposición resultantes de la corrupción. Ante las incapacidades del Estado se han generado múltiples formas de protesta de las comunidades; y a instancias de la propia sociedad y de organismos internacionales se han introducido importantes reformas en las estructuras políticas y administrativas de la nación, destinadas a municipalizar la gestión estatal y a ampliar la participación popular.

Los resultados de las reformas ya se han hecho sentir, tanto en el creciente volumen de los recursos transferidos desde el nivel central a los municipios, como en la mayor eficacia de una gestión descentralizada. No obstante, la persistencia de la crisis y de los conflictos ha limitado la capacidad de gobernar diversos aspectos de la vida nacional y buena parte del territorio. Algunos logros de las reformas, como la elección popular de alcaldes y las veedurías populares, han resultado menoscabados por los actos de violencia que tienen su escenario natural en el ámbito local.

El lento progreso de unas políticas sociales y económicas con orientación rural -marcadas por la discontinuidad de las administraciones del Estado- ha contrastado con la rápida expansión de los conflictos. Este tema de las «dos velocidades» (Fajardo, 1994) debe ser tenido en cuenta al analizar las perspectivas del desarrollo nacional.

Al dispar ritmo del progreso de las políticas remediadoras y a la expansión de los conflictos se añade la distancia creciente entre dos grandes sectores de la sociedad:

En este contexto se inscribe la problemática del narcotráfico, que ha configurado estrategias internacionales determinadas por intereses geopolíticos, los cuales amenazan la propia seguridad de las fronteras del país, y cuestionan la legitimidad de unas instituciones nacionales debilitadas.

La profundización del conflicto social y político parece haber llegado, desde hace ya algunos años, a un punto de no retorno; más aún, ha afectado a las relaciones internacionales de Colombia. La influencia tanto de factores externos como internos deberá ser comprendida dentro de las estrategias que el país habrá de diseñar y abordar para la superación de la crisis.

La tendencia hacia la globalización de la economía y la apertura económica comienza a mostrar hoy algunos de sus límites, como lo atestiguaron los movimientos sociales de oposición que se manifestaron en Seattle y Washington (en 2000), en Praga, Davos y Génova (en 2001), en los Foros de São Paulo y en la crisis argentina. En esta fase de replanteamientos será necesario reforzar una política de mayor intervencionismo y de protección de productos estratégicos como la que Colombia ha formulado en algunas oportunidades, y que ocupa un lugar intermedio entre el intervencionismo venezolano y la desestatización boliviana, según se desprende de un estudio comparativo reciente de los países de la Junta del Acuerdo de Cartagena (Bejarano, 1997b).

La reorganización económica y política se definirá en el marco de las relaciones internas e internacionales. La ampliación (globalización) de los mercados, al tiempo que plantea riesgos para la producción nacional también abre perspectivas a ésta, siempre y cuando se logren racionalizar las condiciones de la producción y sus costos. En este contexto se inscribe igualmente la problemática del narcotráfico, que está directamente ligada a la dinámica de los mercados de los productos agropecuarios. En la medida en que la agricultura nacional recupere su rentabilidad, los cultivos ilícitos perderán su carácter de alternativa única para los pequeños productores que se encuentran en las fronteras agrarias del país. Por esta razón, el apoyo más importante que la cooperación internacional pueda brindar para superar la problemática del narcotráfico no serán las dádivas entregadas a un dudoso «desarrollo alternativo» sino una política efectiva y estable de mejoramiento de las condiciones de inserción de los productos agropecuarios colombianos en los mercados de los países que ofrecen programas de cooperación.

En el plano de las iniciativas nacionales, Colombia puede hacer valer su prolongada experiencia en materia de aplicación de políticas proteccionistas -abruptamente suspendidas por el ciclo aperturista-, y formular una opción propia en la que se combine la «exposición» a los mercados de aquellos productos que no requieren protección con la defensa de otros productos que, por consideraciones políticas, económicas y sociales, deban recibirla. En el caso de la agricultura, se trata de los productos que sustentan la economía campesina, y de los sectores con mayor capacidad de generación de empleo y mayores posibilidades de un aprovechamiento sostenible de los recursos naturales.

Esta política, guiada por el interés nacional de crear condiciones de desarrollo y convivencia pacífica, no puede constituir una propuesta de protección a ultranza de sectores que no son social, económica o ambientalmente sostenibles -por ejemplo los que dependen de la concentración excluyente de la propiedad territorial y de tecnologías depredatorias-, la ganadería extensiva, la utilización intensiva de insumos agroquímicos en las explotaciones agrícolas o la extracción no sostenible de recursos renovables y no renovables.

La búsqueda de soluciones al problema de la vulnerabilidad alimentaria, de las necesidades básicas insatisfechas, del desconocimiento de los derechos elementales de las comunidades y los individuos, de la destrucción del patrimonio ambiental, etc. ha de orientarse hacia la ocupación racional del territorio y el acceso equilibrado a sus recursos, con miras al bienestar general de la población, la generación de empleo e ingresos y la construcción de las condiciones objetivas para democratizar la representación política y hacer que la equidad exista.

Los elementos del bienestar son la seguridad alimentaria, el empleo, los ingresos y los servicios básicos que garantizan unas condiciones adecuadas de existencia. Para alcanzar la seguridad alimentaria a partir de la continuidad de la oferta es necesario reorganizar los sistemas de producción, facilitando el acceso físico y económico de los productores a los recursos y servicios (tierras, aguas, tecnología, infraestructuras), fortalecer los mercados locales y regionales y recuperar los fundamentos del ecosistema en que vive la sociedad y se desarrolla la producción. Es necesario fortalecer la organización de la producción de bienes agrícolas primarios en zonas aledañas a los centros de consumo, creando las condiciones para el asentamiento y estabilización de pequeños y medianos productores. Se abrirán así las perspectivas de generación de valor agregado en la finca y en la localidad, y se generará empleo. Consecuentemente, se contribuirá a la descongestión de las grandes ciudades y a configurar nuevos patrones de asentamiento en beneficio de la revalorización económica, social y política de la vida rural.

Las pautas de formación de asentamientos humanos en Colombia no pueden modificarse de manera súbita: una política que pretenda corregir las estructuras existentes debe crear atractivos para la ocupación de los espacios más adecuados, disminuir la presión sobre las zonas de riesgo, cambiar los patrones de uso extensivo, dar facilidades a las explotaciones intensivas y sostenibles, y reconocer que la vida rural es el punto de partida de un equilibrio efectivo en las relaciones campo-ciudad, y condición de una la sociedad colombiana viable.

Conviene recordar el pensamiento de Huntington (1968) respecto a los desequilibrios campo-ciudad y a los conflictos que generan: «... el campo juega el papel de fiel de la balanza en el proceso de modernización política. Si el campo apoya el sistema político y no se enfrenta al gobierno, el sistema está seguro contra una revolución. Si el campo está en la oposición, tanto el sistema como el gobierno están en peligro de ser suplantados. El papel de la ciudad es, permanentemente, el de alimentar la oposición. El papel del campo es variable: lo mismo puede ser un puntal de estabilidad o la chispa de una revolución. La oposición del campo es fatal. Quien controla el campo controla el país...».

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1 El presente artículo recoge el texto de una ponencia presentada en el Seminario permanente sobre problemas agrarios y rurales: Proyecto «Viabilidad y reconstrucción de la sociedad rural colombiana», Santafé de Bogotá, diciembre de 2001.

2 El coeficiente de Gini es un factor estadístico constante de magnitud variable utilizado para medir la distribución de los ingresos entre diferentes grupos de un conglomerado.

3 Acuerdos contractuales formales entre oficial y terrateniente, en los cuales éste ponía la tierra y los insumos y aquél una pequeña cantidad de dinero, comprometíéndose el militar a ofrecer protección al terrateniente.

4 Grupos irregulares que generalmente estaban dirigidos por caudillos locales, por terratenientes o por políticos (también llamados «chulavitas»).

5 Grupos irregulares, dirigidos por la policía, que eran reclutados en las prisiones, en las zonas conservadoras, y seguidores incondicionales del régimen conservador de aquel momento.

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