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Prefacio

Uno de los mayores logros de la humanidad en el siglo XX ha sido el de producir suficientes alimentos para satisfacer las necesidades de una población mundial que ha crecido a un ritmo sin precedentes, duplicándose de 3 000 millones de habitantes a más de 6 000 millones a lo largo sólo de los 40 años últimos. Este mismo resultado ha generado, empero, un sentimiento de complacencia injustificado. Ha supuesto que el polo de la atención internacional se haya desviado de las cuestiones alimentarias, salvo en los momentos efímeros de crisis, por ejemplo cuando, al celebrarse en el mundo el nuevo milenio, hubo 13 millones de personas que se vieron al borde de pasar hambre en el Cuerno de África y el mal de las vacas locas y la fiebre aftosa diezmaron la cabaña ganadera de Europa.

En su mandato se exige a la FAO que adopte medidas rápidas para responder a tamañas crisis, y así lo hace. Ahora bien, la Organización tiene una misión más fundamental, la de garantizar la seguridad y la suficiencia a largo plazo de los suministros alimentarios en el mundo y procurar que todos los seres humanos tengan suficientes alimentos que llevarse a la boca cada día de sus vidas. La crisis del año 2000 ha servido para recordarnos la suma fragilidad de la situación alimentaria mundial de la que depende la supervivencia de la humanidad. Debe también hacernos reflexionar sobre los factores perennes que hacen que tanta gente con inseguridad alimentaria resulte vulnerable a la muerte por inanición cuando azotan flagelos como la sequía, las inundaciones o los conflictos.

La seguridad alimentaria mundial depende en última instancia del éxito con el que centenares de millones de agricultores sean capaces de sacar partido de la naturaleza para producir alimentos de buena calidad en cantidades que rebasen sus propias necesidades y de hacer que éstos pasen a través de una compleja red de conexiones comerciales y canales de distribución a los consumidores, lo mismo ricos que pobres. Considerada su extraordinaria complejidad, sólo cabe maravillarse de lo bien que funciona el sistema alimentario mundial. Pero éste también tropieza con enormes retos, como los planteados por las crecientes dudas acerca de la sostenibilidad e inocuidad de las tecnologías en que se ha basado el crecimiento agrícola a lo largo del siglo pasado, las exigencias competitivas por unos recursos de aguas y tierras tan escasos, el impacto potencial del cambio climático en el aprovechamiento de la tierra y de la frecuencia de los fenómenos meteorológicos catastróficos y el riesgo acrecentado de una propagación cada vez más rápida de plagas y enfermedades de cultivos y animales que acompaña a la mundialización del comercio.

El primer capítulo de este volumen nos recuerda la envergadura de algunos de esos «Nuevos retos para la consecución de los objetivos de la Cumbre Mundial sobre la Alimentación». Alude brevemente a lo que la FAO, junto con sus Estados Miembros y sus asociados, ha venido haciendo para afrontar esos retos en los cinco años siguientes a la Cumbre Mundial sobre la Alimentación de 1996. Se han realizado algunos avances, pero la simple amplitud del programa es estremecedora. Sigue habiendo un tremendo desfase entre la enormidad de las amenazas que a la seguridad alimentaria mundial plantean esos retos a largo plazo si no se afrontan oportu-namente, y el escaso esfuerzo que se está desplegando actualmente para superarlos. Basta sólo con comparar los costos que lleva consigo la lucha contra los grandes brotes de enfermedades pecuarias con los que supondría poner freno a las amenazas en origen para apreciar los beneficios que reportarían las inversiones preliminares en materia de prevención. Con todo, para nuestro desconsuelo, se vislumbran pocos compromisos serios por parte de nuestros Estados Miembros en el sentido de invertir en un suministro suficiente de los bienes públicos mundiales que se requieren para salvaguardar la seguridad alimentaria mundial y la inocuidad de los alimentos a largo plazo.

Bajo ningún otro aspecto, el contraste entre los propósitos y una acción resuelta ha sido más patente que en el fallo de la mayoría de nuestros Estados Miembros -desarrollados y en desarrollo- a la hora de cumplir su compromiso solemne, formulado en la Cumbre Mundial sobre la Alimentación de 1996, de tomar las medidas necesarias para reducir a la mitad para el año 2015 el número de personas desnutridas. Todo parece indicar que en el mundo hay hoy día casi tantas personas hambrientas como había hace cinco años, y que los recursos destinados a combatir el hambre han ido mermando en lugar de aumentar.

En la FAO, seguimos absolutamente convencidos de que este objetivo de la Cumbre sigue siendo asequible. Creemos que es un imperativo absoluto conseguir el notable logro de producir suficientes víveres a nivel mundial teniendo la seguridad de que nadie vuelva a tener jamás hambre. Reconocemos que este reto conlleva unas dimensiones técnicas y de distribución, pero sabemos que pueden resolverse fácilmente a condición de que se dé la voluntad política necesaria para alcanzar el objetivo y que todo ello se refleje en una movilización suficiente de recursos.

En estos dos puntos, por lo tanto, se centran los capítulos segundo y tercero del volumen: «Reforzar la voluntad política para combatir el hambre», y «Movilización de recursos para la agricultura en apoyo de la seguridad alimentaria».

En los últimos meses se ha tomado cada vez más conciencia del hecho que las desigualdades crecientes entre y dentro de las naciones plantean un peligro para la paz y la estabilidad de un mundo siempre más interrelacionado. El hambre crónica, que es la manifestación más aguda de la pobreza extrema, conduce o a la resignación o la desesperación. Y no es de sorprender que los numerosos conflictos que han socavado la estabilidad mundial en la última década del siglo XX, y cuyos efectos siguen siendo patentes en el nuevo milenio, se hayan originado en regiones y países que se enfrentan con una crónica escasez de alimentos.

La seriedad con la que tanto los gobiernos de los países en desarrollo como de los países desarrollados han abordado la Conferencia Internacional sobre la Financiación del Desarrollo da testimonio del creciente reconocimiento de que es de interés común -tanto de ricos como de pobres- construir sin demora un mundo más justo y equitativo mediante la realización puntual de las Metas para el Desarrollo en el Milenio. La FAO, junto con el FIDA y el PMA, abogó en Monterrey por un nivel mucho más elevado de inversiones en seguridad alimentaria y desarrollo rural, sosteniendo que la reducción del hambre no es un mero imperativo moral sino que las inversiones en la disminución de la incidencia del hambre tienen también una justificación económica. Hemos tratado de demostrar que las aceleradas tasas de crecimiento económico a las que aspiran la mayor parte de los países en desarrollo simplemente no se podrán conseguir ya que un gran número de sus habitantes está desnutrido y carece de la oportunidad de instruirse y de trabajar sin limitaciones.

Permítaseme dejar al lector con estos pocos pensamientos:

Primero, hay una obligación moral por parte de cada uno de nosotros por procurar que todos nuestros semejantes humanos disfruten de su derecho a alimentos suficientes. Segundo, el hambre es tanto causa como efecto de la pobreza. Tercero, el liberarse del hambre constituye, por consiguiente, un primer paso indispensable en la búsqueda del alivio de la pobreza y de un desarrollo económico sostenible. Cuarto, la generalización del hambre sólo puede acarrear desesperación y conflictos que no conocen fronteras: redunda en el propio interés de cada uno de nosotros desterrar el hambre de la faz del planeta.

Por último, está perfectamente dentro de nuestra capacidad técnica y financiera conseguir que todo el mundo esté suficientemente alimentado; la persistencia del hambre en gran escala representa, por lo tanto, un clamoroso fallo de nuestra sociedad cada vez más globalizada y de nuestras instituciones para dar solución a la más básica de las necesidades humanas que debe y puede ser remediada urgentemente.


Jacques Diouf
Director General de la FAO


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