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Cuento
EL MUCHACHO Y EL TIGRE OTORONGO

Roger Rumrill

Bagazán, es un pueblo ribereño fundado en una terraza alta para escapar de las inundaciones que en cada estación invernal, provoca el gran río Ucayali, uno de los ríos formadores del Amazonas, ese planeta de agua que irriga todo el corazón de América del Sur.

Las leyendas que circulan sobre el pasado del pueblo, dicen que los fundadores eligieron la terraza más alta porque no tenían otro lugar donde enterrar a sus muertos, pero se sabe que otros hombres y pueblos ya se habían asentado antes en el mismo lugar y desaparecieron por causas que se ignoran, aunque existen versiones que relatan que, en el siglo XVI, el flagelo de la viruela negra había exterminado a todos los habitantes. No menos cierta es aquella versión que afirma que el temor a los indios, en muchas ocasiones, ha sido la razón que ha hecho huir a la gente del pueblo. Será por esa causa que cada cierto tiempo, cuando los habitantes excavan la tierra para prender los horcones de sus casas, encuentran tibias, peronés y calaveras.

En Bagazán, casi todos son pescadores, cazadores y extractores de madera, flores y frutas exóticas; aunque también son buenos tejedores de atarrayas y de canastas con fibras del bosque. No faltan tampoco los shamanes, médicos populares que curan las enfermedades con las mil especies de plantas medicinales que habitan en las selvas.

El padre de Ladislao Putapaña es uno de los curanderos más conocidos en Bagazán y otros pueblos aledaños. En la escuela algunas veces, algún atrevido le grita a Ladico una frase que, por una razón que nunca él ha explicado considera un insulto:

- Ladico, hijo de brujo.

Ladico tiene 20 años y está conmigo en la escuela. Parece que su padre vivió por muchos años en una isla llamada Huacarayco, donde no había escuela, por eso ha empezado un poco tarde. Todos sus compañeros de clase tenemos quince años. Ladico no es el mejor alumno de la clase; pero todo el mundo dice que es el mejor cazador de Bagazán y de todos los pueblos de esta parte del Ucayali. Yo le ayudo siempre en sus tareas de matemática -que es su mayor debilidad- y en sus composiciones de lenguaje y literatura, con la secreta esperanza de que uno de estos días me diga: Rogelio, te invito de cacería.

Ese día memorable por fin ha llegado. Ayer en la mañana durante el recreo y mientras la muchachada jugaba un partido de fútbol, se acercó a mi lado y en secreto me dijo:

- Te invito al monte. El Ucayali ha inundado la selva y las restingas están llenas de animales. Se los puede coger hasta con la mano.

EDUCACIÓN AMBIENTAL PARA EL TRÓPICO DE COCHABAMBA

Me he pasado la noche en vela, pensando, imaginando las escenas de caza en las restingas y también inventando los argumentos para convencer a mi hermana para que me otorgue el permiso; fue entonces que decidí bien temprano, a la hora en que ella acostumbra leer los poemas del rey Salomón, en los Proverbios de la Biblia, acercarme a su cama para susurrarle:

- El profesor Correa nos ha dado un trabajo que es lo más importante para aprobar el año de estudios. Nos ha pedido una descripción de la vida de los animales silvestres en su propio medio ambiente. Sólo hay una posibilidad de hacerlo, yendo a la selva con un experto cazador como Ladico Putapaña -le dije- dando a mi voz la mayor firmeza y convicción.

No sé si por la magia de los versos del rey Salomón o porque mi argumento fue demasiado convincente, mi hermana, que hacía las veces de mi madre, fallecida cuando yo tenía 6 años, me diera la aprobación, diciéndome:

- Está bien, puedes irte, pero regresa antes que anochezca.

Salimos del pueblo cuando una espesa nebüna cubría el río, y los pescadores que a esa hora tiraban sus atarrayas alumbrados con linternas o lámparas de querosén parecían visiones fantasmales. Navegamos contra la corriente del Ucayali más o menos durante una hora y luego entramos a uno de sus afluentes, un río pequeño de aguas negras y profundas, y en cuyas orillas pobladas de inmensos árboles de lupuna, palmeras y cañabravas habitaba una gran variedad de aves que, a esa hora de la mañana, salían presurosas a buscar sus alimentos.

- Vamos a surcar algo más de dos horas este río que se llama Yanayacu y nos detendremos en la primera restinga que encontremos, dijo Ladico.

Dos horas después, -como lo había calculado Ladico-, llegamos a la restinga conocida como "El Arca de Noé", porque en la estación invernal, en los períodos de mayores crecientes del río Ucayali, miles de animales -cual especie de embarcación bíblica- se venían a guarecer en esta colina alta. De ahí proviene el nombre con que los ribereños habían bautizado a esa restinga, como se conocen todas las tierras altas no inundables.

"El Arca de Noé", me relató Ladico, no sólo era en esta estación del año el mejor lugar de cacería en las selvas del Ucayali, sino también el lugar más peligroso para los cazadores inexpertos o para cualquier persona que no conociera bien los secretos del bosque tropical. Porque así como los cazadores podían encontrar muy fácilmente venados, tapires, agutís y pacas, jabalíes y monos y una gran variedad de aves, también podían toparse con el feroz yanapuma, el felino de mayor tamaño y el más astuto de las selvas lluviosas del Amazonas; con el otorongo de ojos luminosos como fuego y capaz de cazar un tapir de 200 kilos de peso y llevarlo cargando hasta su madriguera para comida de sus cachorros. Todo eso, sin contar los millones de insectos y reptiles, escondidos debajo de mantos de hojas húmedas, la hojarasca, mimetizados entre las raíces del cedro y la caoba, dispuestos a defenderse y atacar al intruso que amenaza la nerviosa tranquilidad de sus refugios.

Acoderamos la canoa al pie de un cedro gigante, cuyas raíces eran lamidas por el agua.

Sigue creciendo el río. Puedes ver la señal del agua en las raíces. Algunas hojas están flotando -dijo Ladico, observando minuciosamente todos los detalles del bosque.

Amarramos la canoa en una de las raíces del cedro gigante y caminamos con sumo cuidado en la mullida hojarasca del monte. Ladico me había advertido en reiteradas ocasiones durante el viaje, que pusiera la mayor atención allí donde colocaba los pies al caminar. Uno no sabe si se está caminando en el mismo sendero de una serpiente. Muchas veces ellas se quedan a dormir y uno las puede pisar sin quererlo. Se despiertan asustadas y atacan - me advertía.

Después de caminar un buen rato en el bosque virgen, escuchando cantos de pájaros, aullidos de monos y la furtiva huida de algún animal que yo no alcanzaba a distinguir, Ladico se detuvo bruscamente y miró a la hojarasca. Se inclinó ágilmente y tomó en las manos una pluma.

- Fíjate en esta pluma. Es la pluma delata de una perdiz -dijo, y luego advirtió que la pluma de color cenizo con franjas blancas tenía una mancha roja intensa. Se llevó la pluma a la boca y con la lengua tocó la mancha roja.

- Es sangre. Sangre todavía caliente. Hace sólo algunos minutos que un tigre otorongo ha comido a esta perdiz. Como estas aves siempre están en parejas, es seguro que el macho está por aquí cerca, escondido, con la esperanza de encontrar a su hembra. Pero el tigre también está cerca, con ganas de comérselo también a él -reflexionó Ladico.

La restinga "El Arca de Noé" en esa parte era un bosque virgen, poblado de árboles gigantes: cedros, águanos, lupunas, remocaspis y muchas palmeras. Arriba, los árboles formaban un dosel y sólo algunos rayos del sol se filtraban hasta la hojarasca húmeda. Un penetrante y rico olor de frutos silvestres perfumaba la atmósfera tibia de la mañana. Ladico miró la selva en todas direcciones. Pareció examinar cada árbol, los secretos senderos de los animales, olfateó el ambiente, miró los rayos solares como para calcular la hora de la mañana y me dijo sorpresivamente.

- ¿Quieres que matemos al tigre otorongo?

Me quedé mudo. No sabía qué responderle. Me empezaron a sudar las manos y un escalofrío recorrió mi cuerpo. El primer sentimiento fue de temor. Me preguntaba, cómo vamos a matar a un tigre que nunca hemos visto. Y recordaba los tigres que había visto en mis libros de naturaleza y en las películas. Eran animales hermosos, con su piel de colores dorados y luminosos y sus ojos como luceros en la noche.

- ¿Cómo matarlo? -le pregunté tartamudeando.

- Ahora vas a ver cómo se mata un tigre otorongo -me contestó muy seguro de sí mismo. 

Me explicó minuciosamente y con lujo de detalles su estrategia.

Lo primero que tenía que hacer era seleccionar la hoja tierna de un arbolillo. Nunca me quiso decir el nombre de esa planta. Con esa hoja tierna en la boca imitaría el canto de la perdiz. El tigre otorongo que rondaba en las cercanías, atraído por ese canto se acercaría y nosotros le daríamos una debida recepción con nuestras armas.

Pero había un detalle que según Ladico era vital: nuestras posiciones y ubicaciones. Como no sabíamos por dónde se asomaría el tigre, temamos que cubrir con nuestros ojos y nuestras armas todos los frentes y la única forma para lograrlo era sentarnos en cuclillas dándonos la espalda. De ese modo, el círculo completo alrededor nuestro estaría bajo nuestras atentas miradas.

Me explicó pormenorizadamente la propia estrategia del tigre otorongo. Este vendría en absoluto silencio, ágil, sinuoso, felino, con sus patas que parecen deslizarse en el aire, ningún ruido anunciaría su llegada. Salvo el canto de un pájaro que parece siempre acompañarlo y que delata su presencia entre aquellos que conocen todos los secretos del bosque. Ladico era uno de ellos. A los 20 años, su padre le había conducido al conocimiento de la naturaleza en sus profundidades más íntimas y misteriosas a través de las plantas medicinales. Fuerte, más bien pálido, con su cabello negro e hirsuto, sin zapatos, en el bosque parecía un árbol más, una criatura más de la selva. Estaba absolutamente integrado a la naturaleza en todas sus formas y reacciones, incluyendo la forma como caminaba en el bosque. Tampoco el tigre otorongo le hubiera escuchado caminar a Ladico.

- Te voy a dar dos consejos finales y de los cuales depende que el tigre no nos coma. Primero, si ves venir al tigre no le dispares, tú no eres un cazador experto y puede fallar en el tiro. Un tigre herido es la fiera más peligrosa. No perdona. Entonces, si tú ves venir al tigre, me das una señal: me golpeas con el codo en la espalda. Ese golpecito me dirá que el tigre está delante de tí y yo le dispararé. Segundo, nunca dejes de pensar en el tigre otorongo mientras yo imito el canto de la perdiz. Si dejas de pensar en él y piensas en otra cosa, el tigre otorongo nos puede comer -dijo, y buscó su ubicación en un pequeño claro del bosque.

- Siéntate. Llegó la hora -ordenó.

El sonido que salía de su boca era increíblemente parecido al canto de la perdiz que algunas veces yo había escuchado en las noches o al amanecer en el pueblo de Bagazán. Las perdices tienen el hábito de cantar cada hora y para muchos ribereños es el reloj de la selva. De no estar junto a él, mirándole hacer ese ruido con la hoja tierna en la boca, jamás hubiera imaginado que era una imitación.

- El tigre otorongo va caer en la trampa de Ladico -pensé.

Era quizás la media mañana. La fragancia de frutas tropicales se había disipado con un vientecillo que hacía bailar las hojas de las palmeras provocando un sonido como de lluvia. Como teníamos que estar quietos e inmóviles en lo posible, los zancudos y los tábanos se cebaban con nuestra sangre. La sinfonía de cantos de pájaros y aullidos de monos se había acallado, seguramente todos ellos estaban ahora descansando en sus refugios, luego de haber comido al amanecer. Sólo de vez en cuando se escuchaban los gritos de los loros y parabas y los chirridos de las chicharras que parecían haberse adueñado del bosque.

Me imaginaba al tigre otorongo. Lo veía venir silencioso, caminando como un gato por entre los árboles y arbustos. Antes que Ladico y yo no viéramos, él nos veía primero. Me imaginaba al tigre otorongo mirándonos parapetado detrás de un árbol. Sus grandes ojos como faros se dirigirían simultáneamente hacia mí y Ladico. Elegiría a quien de los dos atacaría. Instintivo, astuto, me elegiría a mí porque percibiría que estoy nervioso. Sentiría, olería que las manos me están sudando, que todo mi cuerpo exuda un olor que él percibiría como debilidad y miedo y que hace que sus presas no puedan defenderse y sean mucho más vulnerables. Se prepararía para atacar. Seguramente movería sus bigotes, se acicalaría las garras, se pasaría la lengua por el hocico y los ojos le brillarían aún más y se encogería para dar el salto mortal.

Pensando en los ojos del tigre otorongo, llameantes como los carbones de la capirona, pensé en los ojos de Alicia, mi compañera en la escuela, cuyos ojos se parecían por su color a los de un gato. Por eso todos la llamaban "La gata Alicia". Pensando en esos ojos iridiscentes que cuando me miraban por instantes en las horas de clase o en los instantes cruciales de los exámenes se iluminaban, sin darme cuenta fui soltando inconscientemente mi escopeta sobre la hojarasca y me puse a imaginar a "La gata Alicia" corriendo conmigo en la playa en el próximo verano que llegaría en algunos meses, luego que terminen las lluvias de febrero, marzo, abril y mayo.

Entonces vi esos ojos. Al principio pensé que me estaba imaginando y de tanto imaginar mis ojos ya miraban los ojos del tigre otorongo. No me quitaba los ojos de mis ojos. Vi sus orejas, pequeñas comparadas con su cabezota. Vi también sus bigotes que se movían y vi su lengua que se pasaba por el hocico. Quise gritar, pero de la boca no me salía ningún sonido. Quise dar un golpecito a Ladico con el codo, pero mis brazos no me obedecían. Sólo tenía ojos para mirar los ojos hipnóticos del tigre otorongo y oídos para escuchar el remoto canto de la perdiz que salía de la boca de Ladico. Fue en ese instante, en que el viento arreció y una pequeña rama seca cayó sobre la cabeza del tigre otorongo, obligándole a cerrar los ojos. En ese segundo, una fuerza secreta movió mi brazo y en vez de un golpecito, le di un tremendo codazo a Ladico, haciéndole perder el equilibrio de sus cucullas.

Ladico, viejo cazador de 20 años, sabía lo que estaba ocurriendo. Desde el suelo, girando velozmente sus brazos, disparó en el aire al tigre otorongo que, lanzando un feroz rugido, se elevó como tres metros en el aire, cayó como una pluma entre las hojas húmedas y se hizo humo. Parecía que la tierra lo hubiera tragado.

Los perdigones habían desgarrado la corteza de un arbusto. Al pie de ese arbusto había gotas de sangre y un pedazo de la oreja del tigre otorongo.

Está herido. Ya sabes que un tigre otorongo herido es la fiera más peligrosa que existe en el bosque amazónico -dijo Ladico- y por primera vez percibí un temblor en su voz.

Vamos, no podemos quedarnos un instante más en "El Arca de Noé" -ordenó. Pero antes, recuperando su aplomo y serenidad, me explicó cómo deberíamos retroceder hasta la canoa, que estaba a una distancia de 300 metros.

-   Hay que retroceder rápidamente, protegiéndonos las espaldas, Bala en boca, listos para disparar -agregó.

Cuando llegamos a la canoa, miré las raíces de la caoba; el río seguía creciendo y ahora el viento anunciaba una próxima lluvia.

Esa noche en sueños volví a ver los ojos del tigre jamás antes había sentido, se transformaron en los ojos de "La gata Alicia". Hubiera querido que el sueño durara toda la vida.

Se terminó de imprimir en Noviembre de 1999, en
IMPRESIONES
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Telf.: 251468 - 259906 - Fax: 251468 - Casilla: 3881
Cochabamba - Bolivia

EDUCACIÓN AMBIENTAL PARA EL TRÓPICO DE COCHABAMBA

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