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Capítulo 13 - Las grasas alimentarias, la hipertensión y los accidentes vasculares cerebrales

Mientras el consumo de sal y la obesidad se han relacionado con la hipertensión, los estudios sobre el posible papel de las grasas en la regulación de la presión sanguínea y en la patogénesis de la hipertensión han mostrado resultados incongruentes (Beilin, 1987; Sacks, 1989; Iacono y Dougherty, 1993).

Colesterol y grasa total

En ratas propensas a los accidentes vasculares cerebrales, espontáneamente hipertensas, las dietas con alto contenido de grasas y ricas en colesterol hacían disminuir la tensión sanguínea y la incidencia de los accidentes vasculares cerebrales (Yamori, 1977). Esto puede deberse a la atenuación de la actividad vascular (Yamori, 1981). Los datos epidemiológicos concuerdan generalmente con los experimentos con animales, e indican que los regímenes alimentarios con un contenido de grasas muy bajo elevan la incidencia de determinados tipos de accidentes vasculares cerebrales (Jacobs et al., 1992). Las sociedades en las que se consumen pocas grasas y pocas proteínas de origen animal, como el Japón tradicional, tienden a presentar elevadas tasas de accidentes vasculares cerebrales hemorrágicos. En determinados sectores de la población japonesa con niveles bajos de colesterol sérico existe un elevado riesgo de accidentes vasculares cerebrales, especialmente en personas con una presión sanguínea alta (Komachi et al., 1976). En un grupo numeroso de hombres, examinado en los Estados Unidos de América, las personas que teman los niveles más bajos de colesterol sérico presentaban un alto riesgo de accidentes vasculares cerebrales hemorrágicos, a pesar de que los riesgos de accidentes vasculares cerebrales isquémicos, enfermedades coronarias del corazón y enfermedad cardiovascular total se relacionan directamente con el nivel sérico de colesterol (Kagan, Popper y Rhoads, 1980; Iso et al,, 1989). Aunque no se ha comprobado la causalidad, las tasas de accidentes vasculares cerebrales han disminuido mucho en el Japón a partir de principios de los años cincuenta, período durante el cual la cantidad de grasa consumida ha aumentado desde alrededor del 10 por ciento hasta el 25 por ciento de la energía total alimentaria. Este aumento se ha debido principalmente a un mayor consumo de grasa animal.

En varios estudios epidemiológicos extensos (Kay, Sabry y Csima, 1980; Salonen, Tuomilehto y Tanskanen, 1983; Khaw y Barret-Conner, 1984; Gruchow, Sobocinsky y Barboriak, 1985; Elliott et al., 1987; Joffres, Reed y Yano, 1987) no se encontró ninguna asociación entre presión sanguínea y grasas alimentarias o colesterol. Sólo un estudio epidemiológico realizado con inmigrantes japoneses en Hawaii mostró que la presión sanguínea disminuía al aumentar la cantidad total de grasas de la alimentación y el colesterol (Reed et al., 1985). El estudio transversal de la OMS denominado CARDIAC, que se llevó a cabo a escala mundial, demostró una relación directa significativa entre los niveles séricos de colesterol y la presión diastólica sanguínea (Yamori et al., 1993). Aunque existen limitaciones metodológicas para determinar los efectos de las grasas alimentarias en la hipertensión, los datos actuales indican que el aumento crónico del colesterol plasmático está relacionado con el aumento de la presión sanguínea diastólica, probablemente como resultado de las alteraciones vasculares ateroscleróticas.

Acidos grasos

Grasas saturadas y ácidos grasos monoinsaturados. Dos encuestas dietéticas realizadas en Finlandia mostraron una relación inversa significativa entre los consumos de grasas saturadas y la presión sanguínea (Salonen, Tuomilehto y Tanskanen, 1983; Salonen et al., 1988), pero en muchos otros estudios no se encontró dicha relación (Gruchow, Sobocinski y Barboriak, 1985; Elliott et al., 1987; Joffres, Reed y Yano, 1987; Williams et al., 1987; Rubba et al., 1987). En algunas poblaciones estudiadas, el nivel de ácidos grasos saturados del tejido adiposo tendía a relacionarse inversamente con la presión sanguínea (Riemersma et al., 1986; Hudgins, Hirsch y Emken, 1991).

Las pruebas controladas realizadas para examinar los efectos de varios ácidos grasos monoinsaturados de la alimentación no mostraron efectos significativos (Mensink, Janssen y Katan, 1988; McDonald et al., 1989).

Acidos grasos poliinsaturados. La regulación de la presión sanguínea se ve alterada en los animales que presentan deficiencia de ácido linoleico. Cuando se hizo que dichos animales se volvieran hipertensos haciéndoles beber una solución salina durante 9 días, la adición de ácido linoleico a la dieta normalizó la presión sanguínea a pesar de que se les continuara administrando solución salina (Cox et al., 1982). Cuando no hay carencia, el ácido linoleico ejerce poco efecto en la presión sanguínea de los animales (Smith-Barbaro et al., 1980; McGregor, Morazain y Renaud, 1981; Mogenson y Box, 1982; Tobian et al., 1982; Singer et al., 1990; Shimamura y Wilson, 1991).

Los resultados de los estudios transversales realizados en seres humanos proporcionan pocas pruebas de los efectos del consumo de los ácidos grasos n-6 en la presión sanguínea. Las encuestas del National Health and Nutrition Examination (NHANES) de adultos en los Estados Unidos de América indicaron que el factor nutritivo que más sólida y constantemente estaba relacionado con la presión sanguínea era el índice de masa corporal (Harían et al., 1984); el nivel de calcio en el suero se relacionaba directamente y el de fósforo indirectamente con la presión sanguínea sistólica. El estudio no pudo mostrar ninguna relación entre presión sanguínea diastólica y grasas alimentarias. En general, no se observa una correlación significativa entre los consumos de ácidos grasos y de grasa total, determinados según la historia dietética, y la presión sanguínea (Sacks, 1989). Además, existen pocas pruebas convincentes de que la cantidad o tipo de grasas tengan algún efecto sobre las personas con presión sanguínea normal o ligeramente elevada. Los estudios transversales de población son frecuentemente confusos a causa de la complejidad de la alimentación y de otras diferencias de estilos de vida. El estudio NI-HON-SAN descubrió que las grasas constituían el 15 por ciento del aporte energético en el Japón. Entre los japoneses de Hawaii y San Francisco, los aportes energéticos procedentes de las grasas eran del 33 y del 38 por ciento respectivamente. Las diferencias se debían principalmente a los consumos de grasas saturadas (Kagan, Marmot y Kato, 1980). Los niveles de colesterol en la sangre equiparaban los consumos de grasas entre los tres grupos. Mientras las presiones sanguíneas eran similares en los estudios del Japón y Hawaii, en San Francisco fueron superiores. La incidencia de los accidentes vasculares cerebrales, la hipertensión, la enfermedad cardíaca hipertensiva, y la hipertrofia del ventrículo izquierdo fueron mayores en el Japón que en las otras dos poblaciones, debido posiblemente al mayor consumo de sal y de alcohol y al menor consumo de proteínas.

El cociente entre grasas poliinsaturadas y saturadas es generalmente mayor en los vegetarianos que en las personas que no lo son. Se ha visto que el consumo de alimentos de origen animal se relaciona estrechamente tanto con la presión sistólica como con la diastólica (Sacks, Rosner y Kass, 1974). Los vegetarianos Adventistas del Séptimo Día de Africa Occidental tienen presiones sanguíneas más bajas que los que no son vegetarianos, y presentan un gradiente de aumento de la presión sanguínea a medida que aumenta su consumo de huevos (Armstrong, van Merwjk y Coates, 1977). Con una dieta ovo-lacto-vegetariana, las personas de tensión normal muestran una disminución de la presión sanguínea (Rouse, Armstrong y Beilin, 1983). En relación con esto, se ha demostrado una caída de la presión sanguínea sistólica en personas ligeramente hipertensas que no recibían ningún tratamiento y que habían cambiado a una alimentación vegetariana (Margetts et al., 1986). Sin embargo, al sustituir las grasas saturadas por carbohidratos o aceites ricos en ácido linoleico, no se producía ningún cambio favorable en la presión sanguínea (Sacks et al., 1987). Los hábitos alimenticios vegetarianos influyen en muchos factores, y en consecuencia la interpretación de los estudios sobre este tipo de población se ve limitada. Incluso si existiera, sería difícil encontrar una relación entre las grasas alimentarias y la presión sanguínea, debido a la baja sensibilidad de los métodos dietéticos empleados, como el recordatorio de 24 horas y el registro de frecuencia de alimentación de 3-4 días. Sin embargo, el análisis bioquímico del cociente entre ácidos poliinsaturados y saturados en el tejido adiposo también mostró que no existía relación con la presión sanguínea (Berry y Hirsch, 1986; Riemersma et al., 1986; Ciocca et al., 1987; Rubba et al., 1987).

Siete estudios han mostrado un descenso significativo de la presión sanguínea sistólica, hasta 13 mm Hg, y de la presión sanguínea diastólica, 7 mm Hg, en personas moderadamente hipertensas alimentadas con una alimentación enriquecida con n-6 (Iacono y Dougherty, 1993). Se identificaron otros siete estudios en los que no se producía ningún cambio significativo en la presión sanguínea de personas alimentadas con alimentos enriquecidos de modo similar. Las diferencias en la selección de las personas o en su observación de la dieta podrían explicar tal vez estas observaciones. Cinco estudios de intervención basados en comunidades de Finlandia, Italia y los Estados Unidos de América mostraron disminuciones de la presión sanguínea junto con un aumento del cociente entre grasas poliinsaturadas n-6 y grasas saturadas consumidas. Dos extensos estudios de cohorte realizados durante un período de cuatro años, en los que se exploraba a profesionales sanitarios de los Estados Unidos de América, uno referido a hembras (Witteman et al., 1989) y el otro a varones (Ascherio et al., 1992) no mostraron ninguna relación entre los ácidos grasos poliinsaturados de la alimentación y el desarrollo de la hipertensión. En dos extensos ensayos de intervención controlados llevados a cabo por el National Diet Heart Study Research Group (1968) y por el Research Committee to the Medical Research Council (1968), no se observó ninguna influencia significativa de las grasas alimentarias en la presión sanguínea de las personas de tensión normal.

Acidos grasos n-3. El efecto de los ácidos grasos n-3, principalmente de los ácidos eicosapentanoico (AEP) y docosahexanoico (ADH), se ha examinado en muchos estudios experimentales. Las discrepancias en las observaciones sobre la presión sanguínea se pueden deber a la complejidad de los mecanismos de regulación. La síntesis de las prostaglandinas vasodilatadoras, como la prostaciclina y la PEG2 así como de los constrictores como el tromboxano A2 y el leucotrieno B2 queda suprimida como consecuencia de la producción de tres series de eicosanoides. El tromboxano A3 de los ácidos grasos n-3 no es tan activo como la serie 2 de los eicosanoides. El efecto de los ácidos grasos n-3 en la presión sanguínea se debe, sin embargo, al balance entre los eicosanoides vasodilatadores y vasoconstrictores en la pared vascular y en el riñon (Yin, Chu y Beilin, 1992; Shimokawa et al., 1987; Lorenz et al., 1983; Beilin, 1992).

En un ensayo controlado, 50 ml de aceite de pescado (15 g de ácidos grasos n-3) disminuyeron la presión sanguínea sistólica y diastólica de personas moderadamente hipertensas, pero fueron ineficaces 10 mi de aceite de pescado (Knapp y Fitzgerald, 1989). En comparación con el ácido linoleico o con el ácido a -linolenico, la suplementación de la alimentación con AEP más ADH también disminuía la presión sanguínea (Kestin et al., 1990).

Cuando se comparó el consumo de pescado (100 g de caballa al día) con el de carne, no se apreció ningún efecto sobre la presión sanguínea, y el tiempo de sangramiento se prolongó considerablemente (Houwelingen et al., 1987). Una prueba en la que la suplementación se realizaba tanto con aceite que contenía AEP + ADH como con la misma cantidad de aceite de maíz indicó que la reducción de la presión sanguínea dependía del aumento de los ácidos grasos n-3 en los fosfolípidos plasmáticos (Bonaa et al., 1990). En los ancianos, se dio una reducción de la presión sanguínea con el aceite de pescado cuando se combinaba con un bajo consumo de sodio (Cobiac et al., 1992). Debe destacarse que entre los japoneses que comían pescado salado había una alta incidencia de hipertensión y de accidentes vasculares cerebrales hemorrágicos.

El estudio transversal de la OMS denominado CARDIAC realizado en múltiples centros, que consideró 55 centros de 24 países, mostró que los niveles de colesterol sérico estaban relacionados directamente con la presión sanguínea diastólica de poblaciones de todo el mundo (Yamori et al., 1992).

En un tratamiento eficaz de la hipertensión, la ingestión de ácidos grasos n-3 derivados de los alimentos sería generalmente demasiado elevada para emplearla en la práctica. Dicho empleo debería basarse en sus beneficios potenciales para prevenir las enfermedades ateroscleróticas o trombóticas.

Conclusión

La modificación de las grasas de la alimentación para bajar el nivel de lípidos de la sangre afecta indirectamente a la presión sanguínea, disminuyendo o invirtiendo el proceso aterosclerótico. Aunque los niveles elevados de los ácidos grasos n-6 y n-3 de cadena larga reducen la presión sanguínea elevada, su efecto es modesto, especialmente en comparación con los efectos de la disminución de peso o de restricción de sodio.


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