Las enfermedades coronarias del corazón (ECC), caracterizadas por un aporte limitado de oxígeno al músculo del corazón, presentan manifestaciones clínicas que van desde la angina de pecho al infarto de miocardio (IM) y la muerte repentina. La principal causa de las ECC es la aterosclerosis coronaria (ATS), debida a lesiones causadas por depósitos ricos en lípidos en el revestimiento interior de las arterias coronarias. Este proceso empieza en las primeras etapas de la vida en forma de «estrías de grasa», y posteriormente se forman lesiones fibrosas, con frecuencia calcificadas y ulceradas, que reducen la luz arterial. Si a la lesión se le sobrepone un trombo, se puede precipitar el IM y sobrevenir la muerte repentina. Estos casos dependen de la lesión aterosclerótica y de una compleja interacción de factores hemostáticos. Aunque estos mecanismos sólo se están empezando a conocer, parece que los procesos que conducen a las ECC suponen el desarrollo de ATS, trombosis y reactividad vascular, así como la interacción entre ellas.
Epidemiología y pruebas experimentales
Desde los años cuarenta y cincuenta los estudios poblacionales, así como las comparaciones entre distintas culturas, proporcionaron pruebas abundantes de que los niveles elevados de colesterol en el suero comportan un mayor riesgo de ECC (Levy et al., 1979; Anderson, Castelli y Levy, 1987; Committee on Diet and Health, 1989; Pooling Project, 1978). Otros estudios recientes, como el Multiple Risk Factor Intervention Trial (Stamler, Wentworth y Neston, 1986) realizado en los Estados Unidos de América ha mostrado una relación constante, gradual y estadísticamente significativa entre los niveles de colesterol sérico y las tasas de mortalidad por edades al cabo de seis años, debidas a ECC tanto en personas con hipertensión como en personas con tensión normal, y tanto en fumadores como en no fumadores. No se pudo identificar un nivel umbral por debajo del cual el colesterol no influyera sobre el riesgo. Análogamente, en una población china que en general tenía bajos niveles de colesterol en el suero, se encontró una relación estadística significativa entre el colesterol sérico y la mortalidad por ECC (Chen et al., 1991), lo que indica que cualquier aumento del colesterol en el suero aumenta el riesgo de ECC. Estudios de varios países, como el Seven Countries Study (Keys et al., 1986; Keys, 1970) también mostraron un aumento gradual del riesgo de contraer ECC a medida que aumenta el nivel de colesterol en el suero. Estas asociaciones entre niveles séricos de colesterol se relacionan en primer lugar con niveles bajos de las lipoproteínas de baja densidad (LDL), los principales portadores de colesterol en la sangre.
Las relaciones entre alimentación, niveles de colesterol en el suero y riesgo de ECC se han documentado muy bien en las comparaciones entre países (Keys et al., 1986; Levy et al., 1979; Committee on Diet and Health, 1989; Lewis et al., 1978). Las poblaciones en que el consumo de grasas, especialmente de grasa animal y de colesterol, es relativamente elevado, presentan niveles de colesterol relativamente altos en el suero y altas tasas de mortalidad debida a ECC en comparación con las poblaciones que tienen una alimentación con bajo contenido de grasas. Muchos estudios realizados con personas que habían inmigrado de poblaciones de bajo riesgo a poblaciones de alto riesgo (Nichaman et al., 1975; Halfon et al., 1982; Kato et al., 1973) demostraron que eran los factores ambientales, más que la susceptibilidad genética, lo que determinaba estas diferencias, y que consecuentemente la alimentación jugaba un papel primordial. Generalmente, las poblaciones de alto riesgo son las que tienen regímenes alimentarios de las sociedades ricas. Está aceptado que estas poblaciones se diferencian en muchos aspectos de las de bajo riesgo. Por ejemplo, la alimentación de las poblaciones de bajo riesgo no es únicamente de bajo contenido de grasas, sino que además tiene normalmente un alto contenido de fibras y otros componentes de origen vegetal. Además, las personas de estas sociedades llevan una vida menos sedentaria. Sin embargo, muchos datos experimentales, obtenidos tanto en animales como en el hombre, confirman que las grasas y el colesterol juegan un papel primordial en el control de los niveles de lípidos en el suero.
Las comparaciones entre la alimentación y los niveles de colesterol en el suero en grupos de población en que la alimentación es relativamente homogénea puede o no tener una correlación entre el consumo de grasas y los niveles de colesterol en el suero (Morris, Marr y Clayton, 1977; Garcia-Palmieri et al., 1980; Jacobs, Anderson y Blackburn, 1979). Es bien sabido que el nivel de colesterol en el suero varía ampliamente en las personas, incluso manteniendo una alimentación constante (Keys, Anderson y Grande, 1959), y que a la variación de las grasas y el colesterol en la alimentación hay personas que «hipo responden» y otras que «hiper responden» (Katan y Beynen, 1987; Katan et al., 1988). Además, los métodos para estimar la ingestión y la composición de los alimentos consumidos por las personas son muy limitados y con frecuencia no son fidedignos (Jacobs, Anderson y Blackburn, 1979; Livingstone et al., 1990; Schoeller, 1990; Black et al., 1993). Así pues, no es sorprendente que determinados estudios relativos a una población no muestren apenas relación entre los lípidos séricos y las estimaciones del contenido de grasa de su alimentación. Los estudios de intervención en que se puede controlar la alimentación demuestran que pueden provocarse cambios sensibles en los lípidos del suero variando la ingestión de grasas y de colesterol, lo cual concuerda con los hallazgos epidemiológicos.
Grasas y lípidos séricos
Muchos estudios han demostrado que la cantidad y composición de las grasas de la alimentación son los principales determinantes de los niveles de colesterol de LDL del suero. Se ha concluido que, con respecto a los carbohidratos, los ácidos grasos saturados elevan el nivel de colesterol del suero, mientras que los ácidos grasos poliinsaturados (ácido linoleico) lo bajan, y los ácidos grasos monoinsaturados (ácido oleico) no presentan efectos estadísticamente significativos (Keys, Anderson y Grande, 1957; Hegsted et al., 1965). Si bien algunos estudios realizados en los últimos 30 años han obtenido resultados diversos, en conjunto los datos actuales (Hegsted et al., 1993) confirman estas conclusiones generales respecto a los efectos relativos de los ácidos grasos saturados, poliinsaturados y monoinsaturados en los niveles de colesterol del suero. La capacidad específica de los ácidos grasos saturados y poliinsaturados de modificar los niveles lipidícos del suero no se ha definido claramente en todas las condiciones, y probablemente no sea posible hacerlo. Al principio, Keys y sus colaboradores (1957) pensaron que la capacidad de elevar el nivel de colesterol en el suero de una combinación de ácidos grasos saturados era el doble de la de los ácidos grasos poliinsaturados de bajarlo; estudios posteriores realizados por Hegsted (1965) han atribuido mayor capacidad a los poliinsaturados. Sin embargo, estudios individuales realizados con pocas personas y regímenes alimentarios pueden mostrar importantes diferencias en los efectos observados. Los análisis combinados (Mensink y Katan, 1992; Hegsted et al., 1993) concuerdan en que el efecto del ácido linoleico para bajar el nivel de colesterol es de 2 a 3 veces menor que el de los ácidos saturados para subirlo. No obstante, indican importantes diferencias en cuanto a la capacidad relativa según los datos elegidos para el análisis. Es incierto si esto se debe a las características de los individuos, de la alimentación o a las grasas estudiadas, la calidad de los estudios, etc. Está claro que el contenido de grasa de la alimentación y su composición son los principales determinantes de los niveles de colesterol en el suero; que los ácidos grasos saturados y el colesterol de la alimentación elevan el colesterol sérico, y que los ácidos grasos poliinsaturados (ácido linoleico) presentan un moderado efecto reductor del nivel de colesterol con respecto a los hidratos de carbono.
Acidos grasos específicos y colesterol
Acidos grasos saturados. Los primeros estudios (Keys, Anderson y Grande, 1965; Hegsted et al., 1965) sugerían que varios ácidos grasos saturados presentaban diversos efectos en los niveles de colesterol del suero. Ciertas grasas con elevados niveles de ácido esteárico no parecían ser tan hipercolesterolémicas como era de suponer por su gran contenido de ácidos grasos saturados. Estas diferencias fueron estudiadas utilizando grasas transesterificadas, incorporando ácido láurico, mirístico, palmítico y esteárico dentro de los aceites de oliva y de cártamo (McGandy, Hegsted y Myers, 1970). Muchos de estos preparados parecían tener una capacidad similar para elevar el nivel de colesterol, lo que sugería que la posición de los ácidos grasos en el triacilglicérido también podía ser importante. Datos más recientes (Bonanome y Grundy, 1988) también han indicado que el ácido esteárico puede no elevar apreciablemente los niveles de colesterol del suero. En general, los datos indican que el ácido esteárico en la mayoría de las grasas naturales influye muy poco en el nivel de colesterol del suero. Debe hacerse notar sin embargo que se desconocen los efectos del ácido esteárico y de otros ácidos grasos saturados en la propensión a la hipertensión, el cáncer, la obesidad y otras enfermedades. Además, los datos sobre la actividad de los ácidos grasos saturados respecto a la actividad trombótica son insuficientes. Así pues, todavía no se puede asegurar que sea conveniente sustituir en la alimentación el estérate por otros ácidos grasos saturados.
Sigue habiendo un considerable desacuerdo respecto a la actividad relativa de los demás ácidos grasos saturados -láurico, mirístico y palmítico-. Los primeros datos (Hegsted et al., 1965), que sugerían que el ácido mirístico era de todos los ácidos grasos saturados el que más elevaba el nivel de colesterol, podrían deberse al diseño de los estudios. La grasa de mantequilla y el aceite de coco, ambos fuente de ácido mirístico, eran las principales grasas saturadas estudiadas, de forma que la ingestión total de ácidos grasos saturados se correspondía con la ingestión de ácido mirístico. Una comparación directa del ácido mirístico con el palmítico mostró que ambos elevan el nivel de colesterol de las LDL con respecto al ácido oleico, pero que el ácido mirístico era algo más potente en este sentido (Zock, 1994). La mayoría de los demás estudios epidemiológicos no han descrito la ingestión específica de ácidos grasos saturados (Denke y Grundy, 1992; Doherty e Iacono, 1992; Sundram, Hayes y Siru, 1994). Algunos estudios en animales y en el hombre (Hayes et al., 1991; Ng et al., 1991) han descrito efectos mínimos del ácido palmítico, pero esto puede deberse a la alimentación específica utilizada (Hayes et al., 1991; Pronczuk, Khosla y Hayes, 1994). En los estudios realizados con monos cebús, se describió que el ácido palmítico sólo eleva los niveles de colesterol cuando la ingestión de colesterol es alta (Khosla y Hayes, 1993), pero los estudios metabólicos realizados con voluntarios normolipídicos mostraron que el ácido palmítico eleva fuertemente el colesterol total (Bonanome, 1988; Denke, 1992; Zock, 1994). El ácido palmítico es el principal ácido graso saturado en la mayoría de regímenes alimentarios y se considera que los ácidos láurico, mirístico y palmítico son los principales ácidos grasos que producen hipercolesterolemia, aunque pueden diferir en cuanto a la potencia. En la Figura 9.1 se resumen los resultados recientes relativos a los distintos ácidos grasos.
Acidos grasos poliinsaturados. Sustituir los ácidos grasos saturados tanto por ácido oleico como por ácido linoleico baja los niveles de colesterol en el suero. En muchos estudios específicos no fue posible determinar si lo que producía la reducción del colesterol sérico era la adición del ácido oleico y/o linoleico, o la disminución de la ingestión de ácidos grasos saturados. Las ecuaciones predictivas atribuyen los cambios del colesterol sérico a cambios en los ácidos grasos saturados y poliinsaturados, mientras que se ha observado que el ácido graso monoinsaturado (oleico) tiene un comportamiento neutro (Keys, Anderson y Grande, 1957; Hegsted et al., 1965; Mensink y Katan, 1992; Hegsted et al., 1993) o un menor efecto en la disminución del colesterol (Mensink y Katan, 1992).
Es interesante observar que en algunos estudios el contenido de ácido linoleico de los tejidos adiposos, que es probablemente un mejor indicador de la ingestión habitual y prolongada de ácido linoleico que los datos de la dieta (van Staveren et al., 1986), así como el contenido de ácido linoleico de los fosfolípidos y de los ésteres de colesterol del suero, mostraron una relación inversa entre los niveles de ácido linoleico y la incidencia del infarto de miocardio (Wood et al., 1984; Logan et al., 1978; Valek et al., 1985; Riemersma et al., 1986). Esto puede sugerir que la función protectora de los ácidos grasos poliinsaturados no se basa en el efecto sobre los niveles de fosfolípidos (Renaud et al., 1986). Los estudios realizados con animales (Charnock et al., 1985; Charnock, Abeywardena y McLennon, 1986) indican que los ácidos grasos poliinsaturados, especialmente los ácidos grasos n-3, pueden proteger contra las arritmias cardíacas.
AEP y ADH. En los últimos años, la constatación de que las poblaciones que consumen pescado presentan una incidencia baja de ECC ha despertado gran interés por los aceites de pescado, que son las principales fuentes de ácido eicosapentanoico (AEP) y de ácido docosahexanoico (ADH) (Dyerberg et al., 1978). Aunque este hecho es bastante controvertido, el consumo de estos aceites parece tener relativamente poco efecto en los niveles de las LDL y de las HDL (Leaf y Weber, 1988). Los datos epidemiológicos indican que existe un claro efecto protector que probablemente se debe a los efectos que produce en los mecanismos trombóticos o inmunológicos más que en las lipoproteínas séricas. Muchos de los datos experimentales se basan en los regímenes alimentarios en que los aceites de pescado eran la principal mente de grasa, y no es probable que los resultados puedan extrapolarse a los niveles normales de consumo. Este, por supuesto, no es el caso de los resultados epidemiológicos.
Colesterol alimentario. Aunque durante mucho tiempo se ha creído que el colesterol alimentario elevaba el nivel de colesterol sérico, se ha discutido acerca de la forma de la curva dosis - respuesta. Está claro que las respuestas observadas ante los cambios en la ingestión de colesterol son muy variables y pueden depender, en parte, de la naturaleza de las grasas alimentarias, de la ingestión de colesterol, y quizás de otros constituyentes de la alimentación. (Hopkins, 1992). Así, al igual que sucede con los cambios en las grasas alimentarias, probablemente no sea posible una buena definición cuantitativa de la respuesta esperada frente a los cambios en la ingestión de colesterol en todas las condiciones.
Es importante destacar que en el modelo del roedor hámster (Spady y Dietschy, 1985; Woollett el al., 1992) la actividad del ácido linoleico como reductor del colesterol sólo se manifestaba claramente cuando el receptor de la LDL se suprimía suficientemente con el colesterol y/o las grasas saturadas de la alimentación. Esto puede explicar en parte la potencia limitada del ácido linoleico que se ha descrito en seres humanos que se alimentaban con preparados dietéticos con bajo contenido de colesterol (Hegsted y Nicolosi, 1990).
Ensayos de intervención. Los ensayos de intervención confirman generalmente los efectos de las grasas y del colesterol, aunque los cambios observados son frecuentemente menores que en las pruebas metabólicas en que se puede controlar mejor la alimentación. Por ejemplo, cuando la alimentación finlandesa habitual, de alto contenido de grasas saturadas y colesterol, se sustituía con una alimentación de bajo contenido de grasas animales y alto contenido de grasas poliinsaturadas (Ehnholm et al., 1982), se observa un descenso significativo del colesterol sérico. En el sur de Italia, en un estudio de tipo inverso, en que el aceite de oliva y los carbohidratos fueron sustituidos por grasa animal se observó que producía un aumento sustancial de colesterol sérico y de las LDL (Ferro-Luzzi et al., 1984). En algunos estudios de campo se han observado modificaciones relativamente pequeñas de los lípidos séricos (Hunninghake et al., 1993), debido indudablemente a las dificultades para obtener datos adecuados sobre el consumo de los alimentos, así como una buena observancia de la dieta en ensayos de gran envergadura. El Estudio del Hospital Mental Finlandés (Turpeinen et al., 1979) describió un descenso significativo de ECC en personas que se alimentaban con regímenes alimentarios ricos en ácidos grasos poliinsaturados. Cuando se resumieron los resultados de varios ensayos (Committee on Diet and Health, 1989; Smith, Song y Sheldon, 1993), muchos de los cuales incluían fármacos para bajar el colesterol, los resultados fueron variados pero congruentes: la dieta puede tener el efecto deseado de bajar el colesterol sérico. Algunos estudios (Blankenhorn et al., 1987; Ornish et al., 1990; Schuler et al., 1992) demostraron que una dieta severamente restringida puede limitar o invertir realmente el desarrollo de las lesiones ateroscleróticas.
Estos efectos inmediatos de la modificación de la alimentación en el desarrollo de lesiones parece estar de acuerdo con los cambios en la alimentación de las poblaciones, como los que se observaron en algunos países europeos durante la Segunda Guerra Mundial (Schettler, 1979). En los últimos años se ha observado un gran descenso de la mortalidad por ECC en algunos países. Este fue mayor en países como los Estados Unidos de América y Australia, que apoyaron la modificación de la alimentación en toda la población (Dwyer y Hetzel, 1980). En general, los datos de los ensayos de campo respaldan las conclusiones epidemiológicas y metabólicas sobre la necesidad de modificar la alimentación para bajar los niveles de colesterol del suero (Stamler et al., 1993).
Efectos de la alimentación en las lipoproteínas
Las lipoproteínas de baja densidad (LDL) transportan la mayor parte del colesterol y se identifican como la principal causa de aterosclerosis. Los efectos de los diversos ácidos grasos y del colesterol alimentarios en los niveles de LDL son generalmente paralelos a los anteriormente descritos para el colesterol sérico total (Mensink y Katan, 1992; Hegsted et al., 1993). Los ácidos grasos saturados, supuestamente los ácidos láurico, mirístico y palmítico, elevan los niveles de LDL; el ácido linoleico baja los niveles de LDL; y el ácido oleico parece tener un comportamiento neutro o lo rebaja ligeramente con respecto a los hidratos de carbono. Recientemente se ha sugerido que las LDL oxidadas son la principal y quizás la causa de la aterosclerosis. Las LDL oxidadas son más fácilmente captadas por los monocitos que dan lugar a la placa aterosclerótica.
Algunos estudios sugieren que varios antioxidantes limitan el desarrollo de la aterosclerosis en los animales y en el hombre (Steinberg et al., 1989; Frei, England y Ames, 1989; Jialal, Vega y Grundy, 1990; Riemersma et al., 1991). A la vitamina E, los carotenoides y la vitamina C se les ha prestado una atención especial, pero también pueden ser eficaces otros antioxidantes (Bjorkhem et al., 1991). Se han asociado los consumos elevados de vitamina E con una reducción del riesgo de las enfermedades coronarias del corazón tanto en hombres (Rimm et al., 1993) como en mujeres (Stampfer et al., 1993). Así, para evaluar el riesgo relativo de enfermedad, deben tenerse en cuenta la ingestión y los niveles circulantes de éste y quizás de otros antioxidantes. Posiblemente esto irá cobrando importancia a medida que se vaya progresando en este campo. No se dispone de datos suficientes que indiquen la importancia relativa de los niveles circulantes de LDL en comparación con los niveles de antioxidantes. Esto no quita valor a los datos convincentes de que los niveles elevados de LDL constituyen un grave riesgo de ECC.
Dentro de las poblaciones, los niveles altos de HDL están fuertemente relacionados con un reducido riesgo de ECC (Wilson, Abbott y Castelli, 1988; Gordon y Rifkind, 1989; Gordon et al., 1989; Knuiman et al., 1987). Se cree que las HDL protegen activamente contra las ECC (NIH Consensus, 1993), probablemente mediante un transporte inverso de colesterol, esto es, transporte desde la periferia hacia el hígado, aunque ello no es seguro en los seres humanos. En las poblaciones, el nivel de HDL viene determinado en parte por factores genéticos y en parte por las condiciones ambientales. Los niveles de HDL se reducen con la obesidad, el tabaco y las hormonas masculinas, y aumentan con la actividad física, así como con el consumo de alcohol, grasas saturadas y colesterol. Sin embargo, el aumento de las HDL atribuible a las grasas saturadas y al colesterol pesa menos que los grandes aumentos de las LDL. No se dispone de datos de que la manipulación de los niveles de las HDL, mediante la alimentación o por otro medio cualquiera, modifique la propensión a las ECC, y se debe aclarar el significado de los cambios en los niveles de HDL inducidos por la alimentación. Los resúmenes de los datos actuales (Mensink y Katan, 1992; Hegsted et al., 1993) indican que las tres clases de ácidos grasos tienden a elevar los niveles de HDL, siendo los ácidos saturados los más poderosos y los ácidos linoleicos los que menos influyen. Por otra parte, se sabe que los regímenes alimentarios con bajo contenido de grasas, que protegen contra las ECC, reducen también los niveles de HDL (Denke y Breslow, 1988). Después de reducirse las HDL mediante una alimentación de bajo contenido de grasas, se modifica su metabolismo (Brinton, Eisenberg y Breslow, 1990). Sin embargo, hay pocas razones para creer que no se puedan aconsejar modificaciones de la alimentación que reducen los niveles de LDL, aunque reduzcan también en cierto grado los niveles de HDL.
Acidos grasos en trans
Los efectos de los ácidos grasos en trans ya se han discutido en este informe. Los datos disponibles indican que la respuesta de las lipoproteínas séricas frente a los ácidos grasos monoinsaturados en trans es similar a la que se da frente a los ácidos grasos saturados. Todavía queda por aclarar si presentan efectos específicos sobre las HDL, como indican los estudios de Mensink y Katan (1990), o no (Judd et al., 1994).
Conclusión
Existen numerosos datos que apoyan la conclusión de que los niveles elevados de colesterol en el suero y las LDL constituyen el principal riesgo de aterosclerosis y de enfermedades coronarias del corazón. El grado de riesgo puede modificarse con varios antioxidantes e interacciones complejas entre el grado de la aterosclerosis, trombótica y fibrolítica, y la reactividad vascular.
Cuando se suministran varias grasas a seres humanos en condiciones controladas, las diferencias en la longitud de la cadena y en el número y geometría de los dobles enlaces de los ácidos grasos inducen notables diferencias en la concentración de lípidos y de lipoproteínas del suero sanguíneo. En relación con los hidratos de carbono, los ácidos grasos saturados - láurico, mirístico y palmítico - elevan tanto el colesterol de las HDL como el de las LDL, y reducen el colesterol de las VLDL, y los triglicéridos. En la mayoría de las grasas, el ácido esteárico parece presentar un efecto menor. El ácido linoleico reduce las LDL, mientras que el ácido oleico parece ser neutro. Los ácidos oleico y linoleico pueden elevar moderadamente los niveles de las HDL en relación con los hidratos de carbono, presentando el ácido linoleico el menor efecto. Los isómeros en trans del ácido oleico elevan los niveles de las LDL, y pueden reducir los de las HDL, mientras que hasta el momento no se está seguro sobre los efectos sobre otras lipoproteínas. Los ácidos grasos de los aceites de pescado reducen sensiblemente los triglicéridos del suero, pero parecen tener escaso efecto sobre los niveles de las LDL y las HDL. El colesterol alimentario también eleva los niveles de las LDL y, probablemente, los de las HDL.
En general, los estudios metabólicos sobre los efectos de las grasas y del colesterol alimentarios en los lípidos y las lipoproteínas del suero concuerdan con los estudios epidemiológicos y de intervención, y con las tendencias observadas a lo largo del tiempo en varias poblaciones. Cada tipo de estudio concluye que las modificaciones de la alimentación que reducen los niveles de colesterol y de LDL en el suero disminuyen el riesgo de ECC.