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Los pueblos de las montañas: adaptación y pervivencia cultural en el nuevo siglo

W.L. Mitchell y P.F. Brown

Winifred L. Mitchell y Paul F. Brown son
profesores del Departamento de Antropología,
Minnesota State University, Mankato,
Minnesota, Estados Unidos.

¿Es posible preservar los sistemas de subsistencia, la organización social e ideología de las culturas tradicionales de montaña en el mundo moderno? El ejemplo del pueblo aymara de los Andes peruanos.

Quinientas clases de flores de otros tantos tipos de papas crecen ... en la tierra; mezcladas con la noche y el oro, la plata y el día.

Las cien flores de quinoa que planté en la cima exhiben sus colores al sol; las negras alas del cóndor y de las aves menudas están ahora en flor.

Es mediodía; estoy cerca de los dioses-montañas, las cumbres ancestrales; la nieve que las cubre ora con reflejos amarillos, ora moteada de manchas rojas, brilla al sol...

... mira mi rostro, mis venas; el viento sopla desde nosotros hacia ti, todos lo respiramos; la tierra en la que cuentas los libros, las máquinas, las flores, desciende desde la mía, mejorada, superado su enojo, apaciguada...

No sabemos qué ocurrirá. Que la muerte camine hacia nosotros, que vengan estos desconocidos.

Les esperaremos; somos los hijos del padre de todos los dioses-montañas; hijos del padre de todos los ríos.

José María Arguedas
Tomado de Un llamado a unos doctores, 1966
(traducido del quechua)

Con su poema de 1966 Un llamado a unos doctores (es decir, científicos) el escritor peruano José María Arguedas censura la imposición de criterios y de la modificación del estilo de vida andino indígena por parte de las tierras bajas dominantes (Murra, 1968). El texto que se ha reproducido más arriba recuerda que aunque puedan ser bienintencionados, los habitantes de las tierras bajas que observan a las poblaciones de las montañas y sus culturas son intrusos que imponen sus categorías a un antiguo baluarte de la tradición en equilibrio con un paisaje sobrecogedor.

Alrededor del 26 por ciento de la población del mundo vive en las montañas o en sus proximidades (Meybeck, Green y Vörösmarty, 2001), aunque solamente el 2 por ciento reside en las cadenas montañosas más elevadas (Grôtzbach y Stadel, 1997). Los campesinos de las zonas de alta montaña, al igual que los de lugares de menor altitud, viven en un entorno poblado de campos de cultivo, tierras de pastoreo y bosques, su fuente principal de subsistencia. Viven alejados del centro político de sus naciones, no sólo geográficamente sino también en cuanto a la participación y la influencia política. Muchos sufren las desventajas de la pobreza rural y étnica o de la discriminación religiosa. Sin embargo, los pueblos de las montañas deben afrontar además otros problemas en su subsistencia derivados de la altitud, lo abrupto del relieve y la dureza del clima. Incluso catástrofes naturales como terremotos, corrimientos de tierra, aludes e inundaciones son más frecuentes en las zonas de montaña (Ives, 1997). Las comunidades de las tierras altas han adoptado estrategias culturales a lo largo de los siglos para poder sobrevivir en ese entorno frágil e implacable.

Este artículo se centra en un pueblo de montaña, los aymara de los Andes peruanos. Su cultura corresponde a la categoría establecida por Grôtzbach y Stadel de campesinos que viven en montañas de gran altitud antiguas y con una densidad de población relativamente elevada, que practican un régimen tradicional de subsistencia que apenas se ha modificado. En este sentido, pueden representar una típica cultura de montaña. El propósito de los autores es abordar fenómenos culturales específicos más que hacer una generalización sobre el grupo amplio y diverso de habitantes de las montañas. Se establecen algunas comparaciones con culturas de las regiones montañosas del Asia central, el Himalya-Karakorum-Hindu Kush, porque las dos culturas presentan algunas similitudes culturales sorprendentes. Ambas poblaciones son reducidas en relación con la población mundial: 26 millones en los Andes y 33 millones en el Himalaya (Neustadtl, 1986). Pese a ello, ambas zonas han sido centros culturales importantes y sede de civilizaciones antiguas y siguen siendo sólidos enclaves de pervivencia cultural en nuestro mundo globalizado.

LA VIDA TRADICIONAL DE LAS MONTAÑAS: «UNA TIERRA APACIGUADA»

La cultura aymara tradicional ilustra las estrategias de adaptación a las que recurren las poblaciones de las montañas. Los aymara son campesinos y pastores que habitan en el altiplano, la cuenca semiárida que rodea al lago Titicaca en los Andes del sur del Perú y la zona occidental de Bolivia. Los suelos y el clima del altiplano configuran un medio en el que las fuentes de energía disponibles son limitadas y las fluctuaciones ambientales interanuales muy acusadas. El altiplano se extiende entre dos grandes cadenas montañosas de los Andes. Su altitud oscila entre 3 800 metros sobre el nivel del mar en las proximidades del lago y 4 100 m al pie de las montañas. El suelo es suelto y esponjoso y ello permite que la humedad desaparezca rápidamente de la superficie. Los suelos del altiplano tienen carencia de fósforo, nitrógeno y materia orgánica (Winterhalder, Larsen y Thomas, 1974). Los árboles están casi totalmente ausentes en el altiplano desde hace muchos siglos, hecho que algunos expertos atribuyen a la ocupación humana (Gade, 1999).

Las comunidades aymara de las montañas ocupan casas dispersas de tierra con techos de estaño o de paja separadas por pequeñas parcelas de tierras de cultivo y de pasto. En sus fincas de 5 a 20 ha, las unidades familiares consiguen su sustento practicando una agricultura de secano de gran intensidad de mano de obra y un pastoreo cuidadoso. Son principalmente campesinos de subsistencia que dependen de cultivos básicos como las papas, la quinoa (Chenopodium quinoa), (un cereal pequeño y nutritivo que se cultiva en los Andes desde hace al menos 5 000 años) y la cebada, pequeños rebaños de ovejas y vacas y algunos cerdos, pollos, así como la llama, la alpaca y la cobaya, especies autóctonas de los Andes. La sequía, las inundaciones, el granizo y las heladas pueden impedir una buena cosecha, por lo que las familias y las comunidades deben estar bien organizadas y demostrar una gran capacidad para gestionar la producción.

Un grupo de trabajadores aymara utiliza la técnica del aporque para excavar surcos a lo largo de la ladera entre las hileras de papas con el fin de aumentar el aporte de nutrientes y humedad a las plantas

- P.F. BROWN

Varios siglos de experiencia práctica han dado lugar a un sistema de subsistencia, una organización social y una ideología peculiares que permiten a los pueblos de las tierras altas como los aymara y sus homólogos del Himalaya prosperar en el difícil entorno montañoso en que se encuentran.

Sistemas de subsistencia

Aprovechamiento de varias zonas ecológicas. Con anterioridad a la conquista española del Perú, los aymara se agrupaban en varios reinos o ciudades-estado en torno al lago Titicaca. Además de las parcelas que poseían en el altiplano, explotaban muchos de los valles del litoral del sur del Perú, cultivando maíz y frijoles (Martínez, 1961). Además, poseían grandes rebaños de llamas y alpacas en zonas más elevadas en las que la producción agrícola era imposible. Esos rebaños servían como reserva de alimentos durante los años de bajos rendimientos agrícolas (Murra, 1968). La explotación de tres entornos distintos el altiplano, las tierras altas y la costa- evitaba la escasez de alimentos cuando se producían catástrofes ecológicas en una de esas zonas. Este proceso adaptativo, que a menudo se conoce como verticalidad entre los antropólogos (Murra, 1975) y como aprovechamiento escalonado de la tierra por los geógrafos, está muy extendido en los sistemas agrícolas tradicionales de las montañas de Asia y Sudamérica (Grotzbach y Stadel, 1997). En la actualidad, con una mayor densidad demográfica, las comunidades raramente tienen acceso a la tierra en todas las zonas verticales, pero la práctica persiste a través de los vínculos humanos del comercio, las relaciones recíprocas con conexiones familiares o comunitarias en las diferentes zonas ecológicas.

Dispersión de las parcelas y cultivos. El altiplano comprende una serie de microentornos: zonas localizadas y discontinuas marcadas por diferencias en el régimen de temperaturas y precipitaciones. Los aymara han conseguido solucionar en parte este problema con un sistema de herencia que fragmenta las propiedades de la familia porque cada uno de los hijos hereda tierra de ambos progenitores. Los sherpas tienen un sistema de herencia parecido, aunque solamente heredan los varones (Ortner, 1978). Este sistema da lugar a la distribución de todos los tipos de tierra dentro de las parcelas de la comunidad entre todas las familias. Cada familia posee varias parcelas de tierra distribuidas entre distintos microentornos. Así, una familia puede cultivar entre 30 y 70 parcelas de tierra discontinuas. En un año determinado puede perder parte de la cosecha por efecto de las inundaciones, pero sí posee también parcelas en otro entorno en el que normalmente hay menos precipitaciones o el sistema de drenaje es mejor, podrá aprovechar al menos una parte de la producción. Este sistema, que se asemeja a una versión reducida de la verticalidad, comprende la utilización de muchas variedades distintas en cada uno de los microentornos con objeto de reducir el riesgo aumentando al máximo la variabilidad. Por consiguiente, la referencia de Arguedas a centenares de clases de papas no es una exageración poética. De hecho, algunas fuentes mencionan la siembra de hasta 200 variedades de papas en un solo campo (Richardson, 1994).

Sistemas de cultivo. Además de distribuir la tierra en numerosos microentornos, los aymara han resuelto el problema de la fluctuación de las precipitaciones y las temperaturas mediante un sistema de cultivo a lo largo de las laderas. Al preparar los campos para sembrar las papas, que siguen siendo el principal cultivo del altiplano, se labran los campos a lo largo de la pendiente en lugar de hacerlo en paralelo a las curvas del nivel, que es el sistema habitual en la agricultura occidental. Ese método de cultivo permite un mejor drenaje para las papas, cuestión de enorme importancia en una zona donde pueden registrarse lluvias torrenciales. En los años secos, los surcos ayudan a retener la humedad gracias a la técnica de aporque (véase más adelante). Las gramíneas silvestres que crecen en los surcos ayudan a frenar la erosión y facilitan la transición a las tierras de pasto durante los años de barbecho (Orlove, 1977).

Los aymara utilizan también una técnica para modificar los campos de papas que brinda una protección adicional al cultivo. Una vez que se ha sembrado el campo y las papas han comenzado a crecer, se pasa el arado por los surcos y se amontona la tierra en torno a la base de cada una de las plantas. Este procedimiento, denominado aporque, presenta varias ventajas: primero, la tierra depositada en torno a las plantas aporta nutrientes en el lugar en que son más necesarios; segundo, el arado ahonda el surco entre las hileras de plantas, asegurando un drenaje adecuado; tercero, en los años secos, esos surcos profundos actúan como pequeños depósitos de agua, conservando el agua disponible durante más tiempo del que se mantiene en las hileras; y cuarto, el agua retenida por los surcos mantiene una temperatura más uniforme en torno a las plantas, protegiéndolas de las heladas.

El aporque es una reminiscencia de la técnica de los campos elevados que se practicaba en el antiguo imperio tiahuanaco (200 a 1000); la agricultura de los campos elevados sostenía una ciudad de 50 000 habitantes (Tiwanaku) en la cuenca boliviana del Titicaca, ahora una zona rural, un imperio que se extendía por las actuales zonas montañosas del Perú, Chile y la Argentina (Straughan, 1991). El sistema de terrazas con una sucesión de caballones y depresiones de 3 a 4 m de anchura aproximadamente permitía conseguir unos rendimientos siete veces mayores que los que se obtienen actualmente en el altiplano, al proteger los cultivos y renovar los suelos. Esta técnica americana, utilizada también por las antiguas civilizaciones azteca y maya, es comparable por la intensidad de mano de obra (pero tal vez superior en cuanto a la protección de los cultivos y la renovación del suelo) al sistema de cultivo en terrazas muy extendido en otras regiones montañosas del mundo. La construcción de terrazas se practica también en las pendientes más pronunciadas de las tierras altas andinas y se conoce al menos desde la época de los incas.

La ganadería y la recolección de es-tiércol. Para hacer frente a los problemas derivados de la escasa disponibilidad de energía y de la pobreza del suelo en el altiplano y en otras zonas agrícolas de montaña tradicionales de todo el mun-do se recurre a la recolección cuidadosa del estiércol, que se utiliza como fertilizante y combustible. Esta práctica se com- complementa con la del pastoreo de los animales en las tierras de barbecho, en las que sus excrementos aportan nutrien-tes al suelo. El estiércol de bovinos, asnos, caballos y camellos (tanto americanos como asiáticos) se seca rápidamente debido a la aridez del clima y es recogido con facilidad por las mujeres y los niños que se dirigen a los pastizales y los campos de cultivo. El estiércol del ganado ovino y otros animales de tamaño similar se extiende en los campos en barbecho o en los prados de las zonas más altas para que abone el suelo. La utilización de forraje procedente de las tierras bajas para alimentar a los animales que luego fertilizarán los pastizales de las montañas constituye un nuevo ejemplo de integración funcional de diferentes zonas ecológicas.

Conservación de los alimentos. A los campesinos andinos debe atribuírseles el descubrimiento del original método del congelado y desecado para conservar los alimentos. En el mes de junio, cuando las temperaturas nocturnas alcanzan sistemáticamente valores por debajo de los 0 ºC, los aymara extienden las pequeñas papas en una superficie plana para que se congelen durante la noche. En los días secos y tibios, las ancianas y los niños pisan los montones de papas para eliminar la humedad. Una vez concluido este proceso, que se prolonga durante dos o tres semanas, la papa se ha reducido al tamaño de una nuez y comienza a perder la piel. Esta se elimina por completo frotando las papas contra el suelo con las manos durante una semana o más. Este proceso contribuye también a eliminar la humedad que aún pueda persistir. El producto final, denominado chuño, se deposita en bolsas confeccionadas con lana de llama o de alpaca y se guarda dentro de la casa. Allí se conservará en buen estado hasta seis años. La mayoría de las familias procuran disponer de reservas para tres años para poder afrontar las catástrofes ecológicas que pueden destruir la mayor parte de su cosecha de papas. A menudo, el chuño ha marcado la diferencia entre la supervivencia y el hambre en los períodos prolongados de sequías o inundaciones.

Mujeres aymara comprobando el chuño, las papas conservadas mediante el sistema de congelación y desecación, que permite mantenerlas en buen estado hasta seis años y que puede marcar la diferencia entre la supervivencia y el hambre en los períodos de sequías o inundaciones

- W.L. MITCHELL

La ayuda mutua y la cooperación

En las familias que viven en las montañas, la sucesión de faenas agrícolas a lo largo del año ocupa el tiempo y la energía de cada uno de sus miembros. Todos están ocupados, particularmente en los períodos de mayor trabajo, durante la siembra, la escarda, el cultivo y la cosecha. La división del trabajo por géneros y edades tiene mucho en común con las prácticas de las diferentes culturas de otras partes del mundo (Brown, 1970): las mujeres se dedican al pastoreo, a la escarda, a cocinar, hilar y tejer, tareas todas ellas compatibles con el cuidado de los hijos y un sinfín de otras ocupaciones. Aunque las mujeres aymara participan en la mayoría de las faenas agrícolas, se dice de ellas que «ayudan» a los hombres.

Los adultos de mayor edad procuran descargar el trabajo en sus hijos, yernos y nueras de mediana edad. Al parecer, los hombres abandonan sus ocupaciones (agrícolas) más completamente que las mujeres, que siguen dedicándose a las labores domésticas cuando ya son abuelas y bisabuelas.

Los niños aymara comienzan a muy corta edad a hacer una contribución económica a sus familias; del cuidado del ganado se encargan tanto los niños como las niñas

- P.F. BROWN

Los niños ayudan a los adultos de su mismo género, pero las niñas, al igual que sus madres, traspasan las fronteras del género con mayor frecuencia. Por ejemplo, los jóvenes de ambos géneros cuidan de las ovejas, recogen agua o pisan el chuño, pero los muchachos raramente ayudan en la cocina. Cuando a los diez años o más comienzan a ayudar a sus padres en las tareas masculinas de labrar, sembrar y trasportar cargas pesadas durante la cosecha, se dice que están trabajando, no solamente ayudando. Las mujeres, de cualquier edad, siempre son consideradas como auxiliares agrícolas cuando trabajan juntos hombres y mujeres. Los niños comienzan a trabajar cuando sólo tienen seis o siete años y son considerados como una mano de obra valiosa para la familia, especialmente cuando no están en la escuela. Las mujeres que deciden enviar a todos sus hijos a la escuela se ven tan cargadas de trabajo que probablemente tratan de disuadir a algunos de ellos de asistir a ella, especialmente las niñas.

Hewitt (1997) describe una situación similar entre las mujeres de Karakorum-Himalaya, y señala que la ausencia prolongada de los varones para realizar actividades de pastoreo o trabajo asalariado deja a las mujeres en situación de inferioridad, tanto física como ideológica. Este hecho también se observa entre los aymara: por lo general, las mujeres conocen peor el español, que es el idioma de la cultura dominante fuera de la comunidad y en razón de ello son consideradas atrasadas, rudimentarias y subdesarrolladas por los hombres y por el conjunto de la nación. Sin embargo, el hogar es considerado como el chacha-warmi, literalmente el conjunto hombre-mujer, la unión de esfuerzos divididos por géneros para conseguir el resultado deseado de perpetuar la vida familiar en un mundo inseguro.

Un grupo de trabajadores aymara formado por parientes trillando la quinoa (Chenopodium quinoa), un cultivo básico autóctono de los Andes, que acaban de cosechar

- P.F. BROWN

En la época de escasa actividad agrícola, los cabezas de familia varones y los adolescentes de ambos géneros se ausentan de las aldeas aymara, frecuentemente durante largos períodos, para dedicarse al trabajo asalariado en la costa peruana. Los ingresos en efectivo conseguidos mediante estas actividades complementan la agricultura de subsistencia, que puede dar rendimiento suficiente para alimentar a la mayoría de las familias en los años buenos, pero que no produce excedentes para su comercialización. Tampoco los márgenes son muy elevados, ni siquiera con la práctica del ingenioso método del chuño. La pérdida de una cosecha o incluso del trabajo de uno de los miembros de la familia a causa de una enfermedad puede socavar la estabilidad de una familia de forma irreparable (Leatherman et al., 1986).

Como ocurre en todo el mundo en desarrollo, cuando emigran los hombres aumentan las responsabilidades de las mujeres, que deben hacerse cargo del trabajo de los ausentes. Como indica Hewitt (1997) en relación con el Himalaya, es la permanente presencia de la mujer en el hogar lo que permite a los hombres emigrar. Asimismo, los cultivos de subsistencia, que las familias realizan de forma continua, representan un subsidio que mantiene los bajos costos del trabajo asalariado temporal en las zonas agrícolas de montaña.

A menudo, los miembros de la familia que se ausentan con carácter temporal regresan para colaborar en los momentos de mayor actividad de la campaña agrícola, pero la familia nuclear no cuenta con la mano de obra suficiente para concluir los trabajos dentro del plazo temporal marcado por el clima andino, y debe recurrir a la colaboración de otros parientes menos allegados. En virtud de un sistema andino ancestral de reciprocidad conocido como ayni, los miembros de la familia ampliada tienen la obligación insoslayable de ofrecer su colaboración. El sistema ayni impone a los parientes ayudarse mutuamente siempre que sea necesario y obliga a los que reciben asistencia a devolver el favor en el mismo período en que lo han recibido. Los compromisos que crea el sistema ayni son tan fuertes que el hecho de no satisfacer una deuda contraída de esta forma -algo que raramente ocurre- es considerado como una de las más graves ofensas que pueden cometerse.

El propietario de la tierra que se trabaja mediante el sistema ayni es el patrón; a él le corresponde dirigir las actividades y marcar el ritmo de trabajo. Él y su esposa deben proporcionar a los trabajadores una comida sustanciosa, hojas de coca y alcohol para la jornada. A los niños que colaboran se les obsequia con caramelos.

Dos son los factores que permiten que funcione el sistema ayni: la desigual distribución de la tierra y otros recursos entre el conjunto de los parientes y la dispersión de las parcelas en varios microentornos. La desigualdad en la distribución determina que las familias que poseen más tierra y, por ende, tienen más necesidades de mano de obra, puedan contar con la ayuda de otras familias que tienen excedentes de fuerza de trabajo y falta de recursos. A cambio, las familias más pobres reciben recursos esenciales como semillas, aperos y animales de tiro cuando los necesitan. En razón de la dispersión de las parcelas, no todas las familias necesitan la mano de obra adicional al mismo tiempo y, así, todas ellas consiguen la aportación de trabajo necesaria para la producción cuando más la necesitan.

El sistema de ayuda mutua de los sherpas, denominado tsenga tsali, es muy similar al sistema ayni, con la diferencia de que las obligaciones persisten y se transmiten a las generaciones sucesivas (Ortner, 1978). Los vínculos tsenga tsali impregnan la producción de un sentido colectivo a pesar del ideal sherpa de la familia nuclear independiente. Indudablemente, el sistema de herencia que consagra la fragmentación de la tierra y que comparten los sherpas con los aymara da lugar al mismo escenario ecológico para el intercambio de fuerza de trabajo. En ocasiones, la fragmentación de la tierra ha sido remediada por los hijos, que consolidan las tierras mediante la poliandria fraterna (todos los hermanos comparten una misma mujer), práctica que aún está en vigor (Goldstein, 1987) a pesar de que ha sido prohibida por el Gobierno nepalés.

Ideología: «Estoy cerca de los dioses montañas, las cumbres ancestrales»

El sistema ayni y todo el sistema de trabajo aymara se basan en los antiguos conceptos andinos de la dualidad y la interdependencia de la tierra y la gente, los hombres y las mujeres y el cielo y la tierra. El patrón provee por sus trabajadores y las obligaciones se tienen estrictamente en cuenta y se devuelven. Los hombres sirven a las comunidades asumiendo funciones civiles-religiosas, patrocinando celebraciones que vinculan a las personas mediante obligaciones mutuas. Los hombres y las mujeres trabajan conjuntamente para sostener a sus familias. Aun cuando la violencia doméstica o la ausencia del hombre endurece las condiciones, la mujer raramente rompe lo que considera un equilibrio necesario hombre-mujer en la familia. Para que funcione de modo adecuado para sus componentes, este mundo exige comprometerse con los valores del equilibrio y la armonía. Cuando una familia o un individuo están enfrentados con el resto, todos pueden verse afectados, debido a la interacción entre los parientes, los géneros y las generaciones.

También la tierra necesita un equilibrio. La Madre Tierra debe ser «recompensada» con ofrendas en el momento de la cosecha y en las transiciones durante el ciclo vital. Las ceremonias destinadas a honrarla y perpetuar su prodigalidad se celebran en las cimas de las montañas, a menudo al amanecer, desbordantes de las imágenes de Arguedas sobre los «dioses-montañas». También las catástrofes naturales forman parte del equilibrio: los rayos, los terremotos, la peste, una racha de mala suerte, todos esos factores se explican por un desequilibrio en el cosmos andino. El rayo, por ejemplo, es un castigo de Dios enviado por conducto del espíritu vengador, Santiago, y dirigido por ejemplo a quien no haya sido buen ciudadano y no haya mostrado espíritu de colaboración (Mitchell, 1993). (Tanto «Dios» como «Santiago» constituyen un sincretismo popular-católico de la antigua teología aymara y la imaginería española.) Otras catástrofes se atribuyen a espíritus locales perversos cuando alguien traspasa sus dominios. Los dirigentes espirituales chamánicos que ofician ceremonias importantes mezclan creencias antiguas de las montañas con el catolicismo popular de los últimos 500 años para conectar a la gente con los espíritus de las «cumbres ancestrales».

El cambio y la modernización: «no sabemos qué ocurrirá»

Los aymara son un pueblo en transición en el que se mezcla el mundo moderno del trabajo asalariado con las prácticas tradicionales del sistema ayni. En una de las comunidades que estudiaron los autores a finales del decenio de 1970, sólo la mitad de las familias recurrían al sistema ayni para cubrir sus necesidades de mano de obra agrícola. En cambio, en una comunidad tradicional, más aislada, todos sus componentes lo practicaban (Brown, 1987). En la comunidad menos tradicional, la ausencia de un número tan elevado de hombres y jóvenes obligaba a las familias a pensar en otros métodos distintos del sistema tradicional aymara para hacer frente a sus necesidades de fuerza de trabajo. Entre ellos figuraba el sistema paylla (alimentos por trabajo), la contratación de jornaleros y el aumento del tamaño de la familia. Los autores volvieron a visitar esa comunidad en 1984; el número de emigrantes a la costa había aumentado y las necesidades de mano de obra seguían cambiando. En 1984, incluso las obligaciones civiles-religiosas tradicionales se estaban modificando y los cargos eran desempeñados por un mayor número de personas que anteriormente. Esta tendencia a apartarse de las obligaciones jerárquicas civiles-religiosas tradicionales se observa en muchas comunidades de montaña (Mitchell, 1991).

Un sacrificio ritual de ovejas en una montaña sagrada del altiplano para venerar a la Madre Tierra y perpetuar su prodigalidad

- P.F. BROWN

Perú es uno de los países del mundo que ha conocido mayores fluctuaciones sociales, económicas y políticas desde 1980 (Dietz, 1998). Desde 1984 ha aumentado el número de personas que emigran desde las zonas rurales en busca de trabajo o para evitar la amenaza del terrorismo de Sendero Luminoso. La emigración por motivos económicos dio paso a una avalancha de refugiados que huían del medio rural asolado por la guerra; en 1986 había casi 150 000 personas desplazadas (Mayer, 1994). Las fluctuaciones económicas fueron intensas en el Perú en los años ochenta y noventa. La situación económica del campo mejoró ligeramente a finales del decenio de 1980 y de nuevo a comienzos del de 1990 tras el apresamiento del dirigente principal de Sendero Luminoso, pero las poblaciones de las montañas volvieron a verse marginadas ante la centralización impuesta por el Gobierno peruano en los años noventa (Klarén, 2000). Los agricultores de subsistencia del altiplano tienen la fortuna de depender de sus propias tierras para obtener los productos alimenticios básicos, pero las comunidades también necesitan emigrar para mantener una relación estable entre los recursos humanos y naturales. El resultado de la emigración de mano de obra asalariada fluctúa con los avatares del Perú.

El mundo que se extiende más allá de los límites de la aldea y el campo circundante es menos fiable, equitativo y predecible. Al igual que las catástrofes naturales que transmiten de forma imprevista el castigo de Dios, los salarios, el transporte y la vivienda del mundo moderno también parecen caprichosos. Cabe preguntarse si de proseguir la desaparición del sistema tradicional de intercambio de mano de obra pervivirán durante mucho tiempo en el siglo XXI los valores del equilibrio entre las personas y entre los seres humanos y el medio en el que viven. ¿Perjudicará la tendencia a la desaparición de la reciprocidad y el equilibrio en las relaciones sociales a la gestión del ecosistema frágil de las montañas que ha sostenido a esas poblaciones durante tantos siglos? Los encargados de elaborar los planes de desarrollo económico deberán tener en cuenta el riesgo que puede suponer socavar esos valores tradicionales si pretenden que persista la agricultura sostenible en esas regiones.

Bibliografía


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