Cultivando Nuestras vidas
Recuerdo que llegué a comienzos de junio del 2016. En el horizonte se observaba un paisaje esplendoroso. En los días despejados, mágicamente aparecían un sinnúmero de montañas formando la cordillera central de Bolivia y en la profundidad del paisaje el majestuoso Río Grande, que como una serpiente en movimiento, divide los departamentos de Chuquisaca y Santa Cruz. Caminando por el bosque en medio de los árboles, bajando por la empinada montaña, de repente nos sentamos en una roca grande, no tanto para descansar, sino para seguir la conversación que nos tenía intrigadas. María me narraba fragmentos de su vida y la frase que a las dos nos sorprendió fue: —Sigo guardando luto y lo haré por un año. Pero ahora me siento verdaderamente libre —.
Maria Yumbla
Por primera vez ella pronunciaba estas palabras y justo en el momento que salían de su boca, se liberó del pasado. —Ahora me siento verdaderamente libre. Sola, pero libre. Viuda, pero libre. Madre, pero libre —.
Sus palabras me estremecieron; nunca había pensado que la liberación de las mujeres comenzara con la muerte de sus esposos. —Claro —me dije a mi misma, y ella me lo afirmó con un poco de felicidad e ironía —Ahora puedo elegir qué hacer, qué comer, a dónde ir. Ya no tengo que cocinar por obligación o por mandato; ahora cocino para mi hija y para mí … cuando quiero y lo que quiero —.
En ese momento entendí porque María - en las reuniones comunitarias - era una de las mujeres que más participaba, incluso en la lista su nombre aparecía como ‘jefa de hogar’. Y esto a pesar que los registros mayoritariamente constan de hombres y son quienes implícitamente tienen el poder de la palabra y la toma de decisiones en las asambleas. También María fue de las primeras para registrarse en la lista para viajar al intercambio de experiencias. Mientras ella no dudó, las demás mujeres me dijeron —Debemos consultar — . María ya no tenía que consultar a su marido; es ella al frente de su vida y la de su hija de quince años.
Viéndola sentada al frente mío, vino a mi mente la imagen de mi abuela quien fue obligada a casarse a los trece años. Cuando ella enviudó, también guardó luto. Sin duda, tuvo una vida difícil en la que crío y educó a sus seis hijos, mientras realizaba múltiples actividades agrícolas, criaba animales, hilaba y teñía lana de oveja para tejer cobijas. La recuerdo con voz propia: decidía, opinaba y su comunidad la respetaba. Mi abuela falleció, pero me hubiera gustado hacerle tantas preguntas: ¿Se sintió como María una ‘viuda libre’? ¿Pudo cultivar su propia vida?
Valentina fue la primera mujer que conocí cuando llegué a la comunidad donde también vive María. Bajé del bus en medio de la carretera que separa la comunidad y sus casas que se encuentran a la orilla de la vía. Buscando el “chaco” de Valentina, subí por un sendero que atravesaba riachuelos y cultivos que se encontraban en medio de nogales, higueras, pinos y otros árboles nativos.
En este primer encuentro, Valentina y yo nos miramos y nos reímos al saber que las dos teníamos la misma edad. Dos mujeres de 35 años, comiendo maní mote en medio del chaco. Cuando le contaba que mi abuela también vivió en un pueblo pequeño al norte de Ecuador, y que a sus 95 años aún cocinaba en leña, Valentina me interrumpió —¿Y usted, por qué está aquí queriendo aprender del campo? —. Poco a poco fui explicando los motivos de convivir con ella y su hija de siete años —Estoy estudiando y vine a Bolivia para realizar mi tesis. Es la primera vez que estoy en el valle central boliviano y quisiera conocer la realidad de las familias agricultoras de esta zona —.
Valentina me interrogó, no solo con sus palabras, sino con su profunda mirada. Definitivamente, mi presencia en medio del chaco era muy extraña, no solo para ella y su hija, sino también para mí. Recuerdo que en ese momento no sentía solo el frío de mayo, sino también el frío resultado de las diferencias que nos alejan de las personas que no conocemos, diferencias que se marcaban en la ropa en que nos vestíamos, el acento de las palabras y la realidad de nuestras vidas.
Empecé a vivir con ellas y acompañarlas en sus labores. Las jornadas comenzaban muy temprano y duraban de acuerdo con el frío del día. A ratos teníamos que parar porque el frío congelaba el cuerpo y las manos. En esta zona, la cosecha es compleja y larga; se tiene que cavar y luego sacar la planta con el mayor número de vainas; se tiene que “pallar” (recolectar) las vainas que salen con la planta, y luego una a una ir buscando las vainas enredadas entre raíces, ramas, rocas y suelo. Las familias agricultoras de esa zona demoran de dos a tres meses en cosechar menos de media hectárea, y en algunos casos el frío y las lluvias retrasan las cosechas. Caí en cuenta del número de veces que comemos maní y no saboreamos el esfuerzo de la cosecha. No nos damos cuenta de que este pequeño grano requiere de siete meses en la tierra y otros tantos para que esté listo para comer.
Al atardecer del tercer día de conocernos y contarnos nuestras historias de vida, con un té caliente, Valentina me dijo —él me dejó, o, mejor dicho, nunca más regresó cuando se enteró de que estaba embarazada. Luego me enteré de que tenía otro hogar. Lloré, claro que lloré y con cada lágrima que caía me juraba a mí misma que saldría adelante con mi propia fuerza. Así le he demostrado a la gente y a la comunidad que puedo cultivar el chaco y criar a mi hija sola—. Sus palabras me llenaron de lágrimas; lágrimas por el coraje que tuvo y lágrimas de rabia. Ella recordó que un técnico en una asamblea le dijo —Usted, Valentina, lo que necesita es un marido para cultivar el chaco—. Nos miramos y brindamos por las mujeres y durante los días siguientes de mi permanencia me enseñó las múltiples estrategias para cultivar y vivir sin “conseguir marido”.
María, Valentina, mi abuela y tantas otras mujeres me han enseñado sus diversas formas de amasar la tierra y cultivar sus vidas. Cada una es una fuente de conocimientos, ideas y cultura. Por ejemplo, mi abuela me enseñó a separar los granos de maíz según sus usos: unos para semillas, otros para diferentes comidas. María en su chaco realiza investigaciones para adaptar diversas plantas en diferentes pisos altitudinales y condiciones agroclimáticas. Valentina, viendo la vegetación que sale en el chaco, sabe cuándo hay que dejarlo en descanso. Además, conserva semillas de maní propio de la zona: ecotipos que siembra cada año por sus especiales sabores y resistencias a enfermedades.
Las vidas de estas mujeres, como muchas otras que viven en las comunidades rurales de Bolivia, están marcadas por realidades de profunda desigualdad y violencia. En muchos casos, sus esposos ejercen condiciones de violencia sistemática que silencia, inmoviliza, aniquila. En algunos casos las alejan de sus redes de apoyo.
Mientras veo la lluvia, vienen a mi mente los rostros de esas mujeres que diariamente “cultivan sus vidas” cada invierno o verano, con lluvia o sin ella. Me pregunto si las cosas pudieran ser diferente si no tuvieran que luchar y enfrentar tanta violencia disfrazada de cotidianidad. Definitivamente, una parte de sus historias nos inspira a buscar procesos equitativos; nos obliga a cosechar una a una sus voces silenciadas y nos encomienda a mirar sus rostros desde la profundidad de su realidad.
Paradójicamente, a esta realidad también nos enfrentamos las mujeres que llegamos a los territorios rurales, ya sea como estudiantes o profesionales. El mundo académico también tiene definidas estructuras verticales de poder y un ambiente masculino y jerárquico que no permite construcciones colectivas de conocimiento y en la práctica trabajar bajo condiciones de igualdad se convierte en el objetivo de la lucha. Personalmente, he recibido mucha violencia, directa y disfrazada, de consultores externos que llegan junto con nosotras a estos territorios y quienes se sienten amenazados por la pérdida de poder. Nuestras voces también son silenciadas, nuestra presencia simbólicamente no tiene poder. Se nos indaga sobre nuestros maridos, hijos y las tareas domésticas. Se nos cuestionan por nuestra personalidad y no por nuestro profesionalismo. Recuerdo que en muchos momentos he tenido que mantener mi cuerpo y actitud rígidos para no mostrar debilidad y en otros, me quedaba callada, porque cuando hablaba me sentía más vulnerable. Ese poder jerárquico nos paraliza, nos amenaza y nos congela.
¿Cómo podemos lograr que nosotras, las mujeres, cultivemos nuestras vidas? ¿Qué tiene que pasar para que la semilla que está en nosotras germine libremente? ¿Qué grietas tenemos que abrir para que cada mujer no sea violentada, silenciada, engañada, aniquilada? Vivas, nos queremos, pero también libres y sin miedo.
Definitivamente, ayuda mucho tejer vínculos con otras personas para establecer conversaciones sanadoras. Así como cuando cultivamos necesitamos de buena tierra, es imprescindible generar espacios colectivos que nos sostengan, nos fortalezcan, nos nutran y permitan germinar nuestro ser y nos alienten a florecer nuestros saberes. Así como los saberes de Valentina, María y mi abuela y de todas las mujeres que habitamos o llegamos a los territorios rurales.