K. H. OEDEKOVEN
KARL HEINZ OEDEKOVEN es Oficial Regional de Silvicultura de la FAO en la Oficina Regional que ésta mantiene en El Cairo y que sirve al Cercano Oriente.
Condensado de la revista trimestral de la UNESCO Impacto de la ciencia sobre la sociedad, Volumen XI, Número 1, 1961.
Un articulo de divulgación aparecido en El correo de la UNESCO
DESDE los nebulosos orígenes de la humanidad, el curso de la actividad de ésta se ha visto marcado por la destrucción irreflexiva de montes y selvas. Las civilizaciones han florecido y desaparecido en el curso de la historia del mundo, y con ellas han desaparecido árboles y plantas, dejando tras de sí estepas y desiertos. Sólo en los últimos siglos el hombre parece haberse dado cuenta de que estaba cortando la rama en que se había sentado.
En nuestros días se tiene una conciencia más aguda todavía de la venganza de la naturaleza frente a esta actitud y el desafío que presenta al hombre, forzado a conservar unos bienes forestales que disminuyen de día en día y a aumentar al mismo tiempo las extensiones de tierra fértil que constituyen la base misma de su existencia. Las demandas de una población cada vez mayor hacen que esta tarea tenga que llevarse a cabo sin pausa.
Ahora bien; a los bosques, que son la mayor y la más durable capa protectora del suelo, se los consideró en cierto momento nada más que como un obstáculo para la fundación de aldeas o ciudades, así como para el desarrollo de la agricultura y de las comunicaciones. Los bosques fueron quemados, arrasados o explotados hasta que de repente se convirtieron en centro de intenso interés por parte del hombre, que ha llegado a saber que los dos elementos más importantes de su existencia, la tierra y el agua, deben su estabilidad y su misma existencia a la de los árboles agrupados en montes y bosques.
En muchos países este conocimiento no ha quedado confinado sólo a un grupo de especialistas, sino que se ha extendido a una mayoría de las gentes que los habitan. Después de visitar las montañas peladas de Natal, el ex-Primer Ministro de la Unión Sudafricana, Jan Smuts, declaró en el Parlamento «¡ Este es el problema vital de nuestro pueblo; un problema más importante que todos los de orden político!»
En un futuro distante, este cambio de parecer que hace al hombre pasar de la destrucción de los bosques a la repoblación forestal podrá parecer quizá a un historiador más importante como hito en el desarrollo de la humanidad que todas las grandes guerras de nuestra época.
Pero el tener conciencia de él no basta para resolver el problema. Los Ministros de Agricultura de la mayor parte de los países del mundo se encuentran sumidos en la mayor perplejidad. La población del mundo aumenta diariamente en 50.000 almas, pero la zona de tierra productiva puesta a disposición del hombre va disminuyendo impecablemente.
Las tres cuartas partes de la población del mundo están desnutridas. Hay sólo unas sesenta áreas de tierra per capita, para la producción de alimentos, pero para garantizar una nutrición satisfactoria a todos se necesita nada menos que el doble de esta cantidad. El verdadero enemigo N° 1 de la humanidad no es ningún contrincante militar o político, sino el desgaste del suelo, la sequía, el avance irresistible de las zonas casi desérticas y del desierto.
En países como los Estados Unidos de América y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas la conservación del suelo se ha convertido casi en una «religión del Estado». En Sudamérica, en toda el Africa, en Asia y en Australia la preocupación por los múltiples peligros que amenazan al suelo es grande.
Y así, mientras las rivalidades internacionales cambian de tono y de dirección y mientras los dirigentes políticos desaparecen y son reemplazados por otros, el proceso destructor de descomposición del suelo sigue siendo una amenaza permanente. Cada gobierno hereda este problema del que lo precediera. Pero hasta el día de hoy los esfuerzos de muchos países por poner coto a la situación se encuentran sencillamente en la infancia.
Hace pocos años las calles de la ciudad de Swakopmund, en el Africa sudoccidental, se vieron arrasadas por una tormenta de arena que formó en ella dunas de seis metros de alto. La experiencia de los últimos cinco siglos nos dice que el desierto del Sáhara avanza hacia el sur a razón de noventa centímetros por año en un vasto frente de 3.300 kilómetros. El lago Chad, que hace algunas décadas era todavía un refugio ideal para los pájaros que emigraban de Europa, disminuye cada vez mas no sólo en superficie, sino también en profundidad, y sus costas se transforman de verdes y fértiles en estériles y color polvo de estepa. Todos los planes de largo alcance que se formulen para Africa como «continente del futuro» - entre ellos los de industrialización y los de usos múltiples del agua - fracasarán, a menos que se preste la atención necesaria a la importancia que tienen en ese contexto los árboles y los bosques.
Al clasificar la gran lista de tierras productivas perdidas o en peligro, hallamos en primer lugar que a ambos lados del ecuador se han desarrollado dos grandes cinturones desérticos: uno en el sur, que se extiende de Australia a Africa del Sur y Sudamérica, y otro en el hemisferio norte, que desde China va hacia el norte a través de Asia, América del Norte y México.
El cinturón del norte comprende aquellas naciones que, como aprendiéramos en las clases de la escuela, fueron un día rectoras del mundo. En las clases de geografía nos causó gran perplejidad saber que vastas extensiones de estos países, un día poderosos, son estériles en la actualidad. Lo cierto es que en otros tiempos esas zonas no lo eran.
Hace más de dos mil años Herodoto describió en esta forma a Ctesifón y Bagdad, que en una época fueron centros de gran poderío: «De todos cuantos países conocemos, éste resulta el más apto para el cultivo de cereales. Tan favorecido por la Naturaleza es, que rinde doscientas veces lo que en él se siembra, y, cuando las condiciones son especialmente buenas, hasta trescientas. Las espigas de trigo y de cebada tienen el grosor de cuatro dedos juntos. Pero no diré hasta la altura de qué árbol crecen el mijo y la cebada - aunque lo sé con exactitud - porque nadie que no haya visto Babilonia me creería».
Para Herodoto, Babilonia era la esencia de la fertilidad, honor que también acordaba a Cynips, región del norte de Africa: «Este país produce grano igual al mejor que haya visto en mi vida, porque tiene tierra negra y está regado por fuentes de agua. El rendimiento de las cosechas es igual al de Babilonia: trescientas veces lo que se siembra cuando se dan las mejores condiciones».
En la última guerra mundial, los soldados que marcharon sobre la arena y vivieron en las condiciones tórridas de esta región (parte de la moderna Cirenaica) habrían encontrado difícil imaginar que lo que ahora es desierto inhóspito fue hace dos mil años la tierra laborable más rica del mundo.
Desde que empezó a escribirse la historia de la humanidad, ésta ha perdido una parte considerable del suelo apto para el cultivo de que disponía, y por causa de este proceso varias naciones que otrora dominaran al mundo se ven sumidas en la miseria.
Hay tres zonas que, sucesivamente, albergaron a estas civilizaciones dominantes y en las que el suelo se ha ido viendo progresivamente devastado en proporción al tiempo transcurrido desde que se las poblara y cultivara por primera vez. La primera de ellas es el desierto del norte de Africa. En el Sáhara, cientos de descubrimientos arqueológicos y de pinturas halladas en cuevas indican que en otros tiempos ésta fue una región fértil, llena de lagos y ríos. En una de esas pinturas se ve nadar a varios hombres. ¡Gente que nada en el Sáhara! La idea es inconcebible en nuestros tiempos.
La segunda de estas zonas es la extensión de piedra, sal y desiertos de arena que va desde el oeste de la China hasta el norte de Africa, pasando por el Turkestán, el Afganistán, el Irán, el Irak, Jordania y el Sinaí. En otros tiempos estas latitudes estaban habitadas por los sumerios, los babilonios, los persas, los macedonios y los fenicios, nombres todos que evocan la idea de poderío y riqueza sobre la tierra.
La tercera y última de estas zonas comprende Palestina, Siria, el Asia Menor, Grecia, Italia y España. Es cierto que ninguna de estas tres últimas es un desierto o una estepa, pero sus montes, desnudos de bosques, justifican la frase del ex-Ministro de Agricultura de los Estados Unidos de América, Henry C. Wallace: «Las naciones viven lo que dura el humus de su suelo». De estos tres países, a los que acudieran por espacio de siglos los extranjeros en busca de tierra fértil, emigran continuamente miles de personas a buscar en otras tierras mejores condiciones de vida.
Las zonas de tierra agotada se extienden lentamente de sur a norte en un movimiento que por su contagiosidad podría llamarse epidémico. Los esfuerzos hechos por lograr en España, Italia y Grecia una adecuada repoblación forestal habrían sido ciertamente más fructuosos si del otro lado del Mediterráneo las costas estuvieran todavía cubiertas de tierra fértil, como lo estaban hace siglos. Pero el desierto implacable ha alcanzado ya la orilla del Mediterráneo y envía sus vientos - vientos que secan y esterilizan - a los países de Europa.
El cielo furiosamente azul de Italia no siempre fue así: hace dos mil años era un cielo tan gris y cubierto de nubarrones como el del norte de Europa, y con toda seguridad las quejas de los romanos sobre la nieve y la helada que caía sobre ellos estaban plenamente justificadas.
Al compás del tiempo, mientras tanto, gran parte de la población del mundo (con excepción de la del Asia oriental y meridional) se ha ido moviendo cada vez más hacia el norte. iQué ha causado este cambio de paraíso a desierto? ¿Se trata de un destino inevitable, o es más bien algo de que cabe culpar al hombre mismo?
Mientras que en otros tiempos el empobrecimiento de la tierra fértil tomó miles de años, o por lo menos cientos, la historia de nuestros tiempos ofrece un ejemplo asombroso de la forma en que el hombre puede comenzar y completar esta desastrosa reacción en cadena en el curso de unas pocas décadas. Hace apenas un siglo el campesino americano se trasladó al Oeste Medio del país. Era un hombre lleno de iniciativa y de energía. Los bosques, por su parte, parecían inextinguibles. Se derribaron árboles y más árboles; se construyeron con su madera casas y puentes; se quemaron troncos y más troncos para alimentar el fuego de las locomotoras, de los barcos, de las cocinas domésticas. También se quemaron muchos árboles en el mismo bosque para fertilizar con la ceniza las tierras que se quería destinar a la agricultura. Poco después, los monocultivos y los tractores acabaron con los pequeños grupos de árboles y con los setos que sucedieran a toda esa destrucción.
El resultado fue que el agua se escapó de la tierra con demasiada rapidez, que hubo erosión en muchos terrenos, que se produjeron inundaciones y que entre los períodos de lluvia hubo grandes sequías. Este proceso se vio acelerado durante la primera guerra mundial, época en la que grandes zonas de lo que aún quedaba de los bosques norteamericanos se dedicaron al cultivo intensivo del trigo.
Después de la guerra se dejó parte de esta tierra en la inactividad, pero sin preocuparse de cubrirla con hierba de raíces profundas o con plantas que conservaran la humedad y estabilizaran el terreno. Desde el golfo de México hasta el Canadá las tormentas arrasaron el país libremente, sin que hubiera bosques que quebraran su furia. El viento arrastró la capa superior del terreno, que era la fértil, dejando sólo franjas estériles del mismo mezcladas con piedras.
Lo mismo ocurrió con lo que en un tiempo fueran zonas boscosas. Sin la protección de los árboles que las constituían, sin humus, sin el sostén que significaban las firmes raíces de esos árboles, la tierra se vio arrastrada por el viento. En el sur, donde raramente se produce la helada que por lo general estabiliza el suelo durante el invierno, y donde raramente también se ve éste cubierto de la nieve que pueda impedir el daño causado por el viento, el efecto de la erosión ha sido igualmente perjudicial.
Como una red de venas, aparecieron en el terreno las primeras pequeñas zanjas, que poco a poco se fueron ahondando hasta convertirse en verdaderos desfiladeros. El proceso se repitió en todo el país un millón de veces, hasta que finalmente en algunas regiones sólo quedó al descubierto la piedra desnuda.
Aun en la actualidad los ríos de los Estados Unidos arrastran tanta tierra fértil que uno de los indios viejos que aún quedan allí ha dicho: «Este país es una nueva Atlántida, y un buen día desaparecerá hundido en el océano». Por otra parte, resulta significativo que los norteamericanos, conscientes de la responsabilidad que les cabe por la destrucción de tierras productivas, califiquen sus desiertos de «hechura del hombre».
Si fuéramos a resumir las repercusiones directas que la destrucción de los bosques tiene sobre la sociedad humana, la lista de efectos nocivos y antieconómicos sería bien larga por cierto. Entre estos efectos podrían citarse, para no contar sino unos pocos, el deterioro del suelo, la dificultad cada vez mayor de administrar las vertientes, el empeoramiento del clima, la falta de madera para los muchos fines para los que el hombre la necesita en la vida cotidiana, el gasto oneroso que significa para los países que la han perdido el tener que importarla del extranjero, la disminución de los lugares de esparcimiento, la disminución de la renta que los pequeños bosques aportaban a los granjeros, ayudándolos a solventar sus gastos, y la falta de sombra para el ganado y los animales.
A su vez, ellos precipitan toda una cadena de reacciones negativas que son demasiado numerosas como para precisarlas detalladamente aquí.
Pero para formular el problema en términos generales, todas las medidas que se tomen para contrarrestar este mal y todos los esfuerzos que se hagan para conjurarlo deben estar combinados e incorporados a una norma silvícola fuerte y lógica. Cada país debe definir por sí mismo el papel que los bosques y las actividades supeditadas a ellos deben desempeñar en relación con el medio físico, económico y social que le es propio. El medio físico cambia poco con el tiempo, pero las condiciones económicas y sociales, por el contrario, cambian en la medida en que el país trata de mejorar el nivel de vida de su pueblo. En consecuencia, una política por lo que respecta a la silvicultura debe ser algo que se vaya creando y modificando continuamente Esto hace la cosa más difícil, desde que los objetivos perseguidos se remiten a un futuro lejano y para obtener resultados apreciables hay que dejar que pase mucho tiempo.
La selva o bosque desempeña también un papel importante por lo que respecta a la protección del suelo contra la erosión causada por el viento y la intrusión de la arena. La estabilización de las dunas por la plantación de árboles es una práctica bien conocida en muchas partes del mundo. No cabe duda de que cualquier clase de vegetación estabilizará la tierra que esté suelta e impedirá su erosión por el viento y la lluvia, pero los bosques son quizá más eficaces por razón de la altura de sus árboles, su densidad, sus raíces, que llegan bien dentro de la tierra, y su permanencia.
Se ha debatido siempre con alacridad el punto de si la presencia de un bosque puede o no aumentar la precipitación pluvial o, por lo menos, provocar una mejor distribución de las lluvias. Hay signos de que la presencia de los bosques puede aumentar localmente las lluvias, aunque no se haya llegado a demostrar el efecto de ella en escala regional o continental.
Cuanto más denso sea el bosque, mayor será su poder de reducir la velocidad del viento. Una autoridad ha demostrado este efecto protector y registrado rebajas de más del 85 por ciento en la velocidad de aquél. En Italia los experimentos llevados a cabo en este sentido han demostrado que el bosque de Cecina ha rebajado la velocidad del viento en un 56 por ciento y que a un soto de madera dura situado en la misma región se debía una reducción del 89 por ciento en esa velocidad. Los experimentos realizados en Tennessee demuestran que, considerando la cuestión sobre una base anual, las velocidades disminuídas están entre el 20 y el 50 por ciento de las que se producen a campo descubierto.
Nunca se podrá exagerar la importancia de una protección semejante contra la erosión causada por el viento. En los períodos de sequía y en la tierra desnuda las partículas de ciertos tipos de tierra se separan en tal forma que un viento fuerte puede arrastrarlas lejos fácilmente. Las más finas forman nubes de polvo, y las más gruesas, azotadas por el viento, ruedan y saltan sobre la superficie del terreno. En cuanto el viento afloja en intensidad, su movimiento se detiene y se apilan en las zanjas, en los pozos, en los canales, en los caminos hundidos, o en los alrededores de los obstáculos creados precisamente para impedir los efectos devastadores del viento, donde pueden llegar a sofocar las cosechas. Este es sólo uno de los peligros de los vientos fuertes; también pueden imputárseles el resecamiento de la tierra, el perjuicio directo a productos de ésta tan delicados como la fruta, y la falta de crecimiento de los árboles, así como su deformación.
En países donde hay que restaurar los bosques, la repoblación forestal constituye una oportunidad excelente de ofrecer ocupación temporal a aquellos trabajadores rurales que pueden encontrar un destino final en industrias silvícolas todavía inexistentes. En Grecia por ejemplo, el programa propuesto en este sentido podría absorber varios millares de brazos, principalmente de las zonas montañosas, en las que es difícil encontrar trabajo. El programa forestal del Gobierno español proporcionó empleo en 1956 a cantidades de obreros cuyo número, según la estación, osciló entre 30.000 y 100.000. Un plan ambicioso y audaz de repoblación forestal para El Mediterráneo oriental podría mantener ocupados anualmente a 145.000 y quizá a 200.000 hombres durante los próximos 10 ó 20 años hasta que se haya plantado la mayor parte de los bosques con los que es necesario contar.
Resulta sorprendente que en varios países no se haya formulado nunca una norma en cuanto a la repoblación forestal ni tampoco se haya aprobado ninguna ley en este sentido, pese a los síntomas evidentes que se tiene del deterioro del suelo y a las advertencias que se han hecho sobre los resultados de una decadencia todavía mayor.
Aunque las zonas forestales y las reservas de madera siguen decreciendo, hay en el cuadro, de todas maneras, algunos puntos promisores o estimulantes alrededor de los cuales podemos esperar que se produzca un progreso cierto. La parte de la tierra cubierta por bosques se calcula en total en unos 4.000 millones de hectáreas, cantidad capaz de proveer de madera en cantidades adecuadas a una población mayor que la actual. Pero este suministro supone el que se trate a todos los bosques productivos como cosechas que se deben renovar y recoger periódicamente, y supone también el acceso a bosques en los que aún no ha penetrado el hombre, así como el cese de la devastación general de los que conoce, devastación que continúa todavía en pleno siglo XX.
La segunda guerra mundial costó diariamente un poco más de 500 millones de dólares. Lo gastado en un día de ella permitiría repoblar de árboles 8 millones de hectáreas de terreno, y lo gastado en 50 bastaría para volver a cubrir de árboles como se debe toda la superficie devastada en este sentido, que es de 405 millones de hectáreas. Nadie es tan ingenuo como para pensar que estamos a las puertas de una empresa mundial semejante. Pero tenemos el conocimiento científico, la habilidad industrial y la maquinaria técnica necesarios para difundir los beneficios potenciales de los bosques hasta el último rincón de la tierra habitada por el hombre.