Equilibremos la balanza
Las mujeres rurales representan más de un tercio de la población mundial. Muchas de estas mujeres tienen en la agricultura su principal actividad económica.
Trabajan la tierra y producen los alimentos que nutren al mundo. Con su trabajo, muchas veces invisible en los censos nacionales y agropecuarios, las mujeres aportan a la seguridad alimentaria de sus familias y contribuyen a la resiliencia climática de sus comunidades.
Sin embargo, cuando se trata de la posesión de la tierra y del acceso a insumos, financiación y tecnologías agrícolas para la resiliencia climática, las mujeres se ven mucho más relegadas que los hombres.
La desigualdad entre los géneros y el acceso limitado al crédito, la salud y la educación presentan enormes dificultades para las mujeres rurales. Se estima, por ejemplo, que el 60 por ciento de las personas con hambre crónica son mujeres y niñas.
Al mismo tiempo, los efectos del cambio climático exacerban las desigualdades y discriminaciones de género existentes, que limitan el poder de decisión y la participación que las mujeres rurales tienen en sus familias y comunidades.
Reducir las desigualdades entre hombres y mujeres en el mundo rural es, en primer lugar, una deuda histórica, ética y humana. Pero también es una oportunidad para dar a las mujeres el papel protagónico que merecen en la lucha por un modelo de desarrollo que no deje a nadie atrás.
El potencial de las mujeres como aliadas contra el hambre y la pobreza aún es invisibilizado, pero es grandísimo. Ahora es el momento de equilibrar la balanza, por el bien de la humanidad entera.